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Y todo aquello Luisa lo abandonaba sin pena, pensando sólo en los bosques, en los senderos cubiertos de nieve, en las montañas que se perdían de vista desde la aldea hasta Suiza y más lejos aún. ¡Ah! El maestro Juan Claudio tenía razón al exclamar: ¡Heimatshlos, heimatshlos! La golondrina no puede domesticarse; necesita el aire libre, el cielo inmenso, el movimiento incesante.

En cuanto a Luisa, la hija de los heimatshlos, era una muchacha esbelta, fina, de afiladas y delicadas manos, de ojos de un azul celeste y tan dulces que penetraban hasta el fondo del alma de quien los veía; su tez era blanca como la nieve; sus cabellos, rubios como el oro, tan suaves como la seda, y los hombros, oblicuos como los de una virgen en oración.

Era de carácter alegre y cariñoso, y nunca podía negar nada a su hija Luisa, una niña recogida en tiempos lejanos de entre esos miserables heimatshlos herreros, caldereros sin casa ni hogar, que van de pueblo en pueblo reparando sartenes, fundiendo cucharas y componiendo la vajilla rota. Hullin consideraba a Luisa como hija propia, y había olvidado que pertenecía a una raza extranjera.

¡Vamos, Catalina! gritó Juan Claudio ; es demasiado; ¿para que detenerse a contemplar semejante espectáculo? Tiene usted razón respondió la labradora ; marchemos. Sería capaz de bajar yo sola para vengarme. Mientras más subían, más frío y fuerte era el viento. Luisa, la hija de los heimatshlos, con una cestilla de provisiones al brazo, iba delante de todos.

No podía dudarse que era hija de los heimatshlos errantes y vagabundos, aunque no fuese tan salvaje como ellos. Hullin se lo perdonaba todo: comprendía su carácter, y muchas veces le decía riendo: Mi querida Luisa, con las provisiones que nos traes esas gavillas de hermosas flores y de espigas doradas nos moriríamos de hambre en tres días.

Por último, no pudiendo dejar de reír, exclamó: ¡Oh, heimatshlos, heimatshlos! ¡Nadie como para hacer bien un paquete y para marcharse sin volver la cabeza! Luisa sonrió. ¿Estás contento? ¡No he de estarlo! Pero mientras hacías todo esto, estoy seguro que no has pensado en preparar la cena. ¡Oh! ¡Eso se arregla pronto! No sabía que venías esta noche, papá Juan Claudio. Es verdad, hija mía.

¡Oh! ¡Qué bueno eres! Y, en un momento, las lágrimas de Luisa se secaron. Marcharemos a batir los bosques, a luchar. ¡Ah! exclamó Hullin moviendo de arriba abajo la cabeza ; ahora lo veo claro; no puedes negar que eres la pequeña heimatshlos. ¡Vaya usted a domesticar una golondrina!