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Estas fueron sus excusas, y me enviaron a España; y yo, por reñir con ese farsante, reñí con mi hija. Hasta hoy no les había visto... Señores, llévenme ustedes donde quieran, pero declaro que siempre que pueda vendré a silbar a ese ladrón italiano... He estado enfermo, estoy solo: pues revienta, viejo, como si no tuvieras hija. Tu Conchita no es tuya; es de Franchetti... pero no; es del arte.

Iba a presentarse Franchetti, el famoso tenor, un gran artista de quien se murmuraba que habíase casado con la López buscando una compensación a sus facultades decadentes en la frescura y valentía de su mujer. Aparte de esto, un maestrazo que sabía salir triunfante con auxilio del arte.

Pisando gente entró la pareja, y el viejo pasó a empujones de banco en banco, abofeteando a todos con su capa caída y contestando con desesperados manoteos a los insultos y amenazas, mientras que el público rompía a aplaudir estrepitosamente, para animar a Franchetti, que había interrumpido su canto.

Todo parecía nuevo en el teatro. La orquesta era de ángeles: hasta la araña del centro daba más luz. En aquel entusiasmo tomaba no poca parte el patriotismo satisfecho. La tiple era española, la López, sólo que ahora se anunciaba con el apellido de su esposo el tenor Franchetti; un gran artista que, casándose con ella, la había hecho ascender a la categoría de estrella. ¡Vaya una mujer!

Pues soy el padre de Conchita, de esa que se llama en el cartel la Franchetti, de la que aplauden con tanto entusiasmo los imbéciles. ¡Qué tal!... ¿Les parece raro que silbe?... También yo he leído los periódicos; ¡qué modo de mentir! «La hija amantísima...» «El padre querido y feliz...» ¡Mentira, todo mentira! Mi hija ya no es mi hija, es un culebrón, y ese italiano un granuja.

Y cuando cantó por fin y comenzó a sonar su nombre, cuando yo me extasiaba ante los resultados de mi sacrificio, llega ese fantasmón de Franchetti, y cantando sobre las tablas dúos y más dúos de amor, acaban por enamoricarse, y tengo que casar a la niña para que no me ponga mal gesto ni me parta el alma con sus lloros. Ustedes no saben lo que es un matrimonio de cantantes.

Algo estridente, como si acabara de rasgarse la vieja decoración del fondo; un silbido rabioso, feroz, desesperado, que pareció hacer oscilar las luces de la sala. ¡Silbar a Franchetti antes de oírle! ¡Un tenor de cuatro mil francos! La gente de palcos y butacas miró al paraíso con el ceño fruncido; pero arriba la protesta fue más ruidosa. ¡Granuja! ¡Canalla! ¡Golfo! ¡A la cárcel con él!