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Se vistió el uniforme debajo de sus ropas de mujer. Por cierto que este teniente se portó con ellas con bastante ingratitud. No tuvo en su vida diez minutos para escribirles una carta dándoles las gracias. No fue la única que hubieron de sufrir por parte de sus tertulios.

Ojeda escuchaba con interés creciente estas palabras de su amigo. Los Césares modernos los visitan a bordo de sus yates y los sientan a sus mesas; poco falta para que los emperadores, al escribirles, les llamen «querido primo» como es de uso entre testas coronadas.

Voy a poner este chisme sobre la mesa y a escribirles largamente, confesando todo; quiero que me perdonen, porque sin su perdón, no me iría tranquilo... ¿qué dirá de , papá? ¡tanto esperar de su Quilito! tengo la pluma en la mano y el papel por delante, y no qué decirle; me da vergüenza confesarle que su hijo es un falsificador... no, no se lo diré, no le escribiré nada; vale más irse en silencio, sin despedirse... Romperé esta carta y escribiré dos líneas pidiéndoles perdón, porque sin el perdón no me voy, no me voy... A Susana, , una carta muy larga, para que se acuerde de , para que rece por , ¡qué desgracia la mía! tan feliz que podía haber sido, y no he podido serlo, a causa de esta tendencia maldita, que lo reconozco, me lleva por otro camino que el del trabajo, que, forzosamente, fatalmente, estamos obligados todos a seguir; yo creo que en hay algo del tío Agapo, solo que él se contenta con lo que tiene, y no hace nada, y yo he deseado tener más, sin hacer nada... Lo que he puesto el nombre de Susana, la mano me ha temblado: ahora lloro, ¿me faltará valor? ¡ay! no puedo pensar en mis viejos y en ella, sin afligirme... Tiíta Silda, estoy seguro, ha de guardar mi secreto, y si logra recuperar el pagaré, mi falta no la sabrá nadie, nadie más que ella y Dios; esto me consuela, porque la idea de que había deshonrado a mi padre, después de arruinarle, y que él lo supiera, y que Susana lo supiera, y que todos lo supieran, amargaría más mis últimos momentos... ¡Adiós!

Y como ni la casada ni la soltera, ni con sonrisas, ni con miradas, ni recibiendo de dulce modo indescriptible, aunque inequívoco, las miradas y las sonrisas de él, habían dado motivo a que él considerase que la una o la otra, o ambas, estaban ya, predispuestas a recibir la carta, creía una absurda temeridad escribirles: lo miraba como un acto de delirio estudiantil, como un arrebato de hortera o de mozo de café, que en un Conde tan discreto, atildado y hábil como él; que en un hombre de mundo, conocido en todos los salones de Europa, casi no tenía perdón ni disculpa.