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Los señores se habían detenido en un puentecillo por donde el coche del corcovadito no podía pasar. ¡Señorita, nos llaman! Vamos. Gabriela se levantó, y antes de dar un paso miró entristecida la cifra escrita en la arena. Yo, al pasar, la borré con los pies. ¿Qué ha hecho usted? ¡Nada, señorita! ¡Bien hecho!... ¡Mejor! Locuras mías.... ¡Quién pudiera olvidar!

El corcovadito le maltrataba de diario, aguzaba el ingenio para atormentarle, y todos los días inventaba nuevas diabluras contra el pobre animal que, cansado de las fechorías del muchacho, escapaba, gruñendo, para volver a poco, cariñoso y sumiso, a lamerle las manos.

No, mamá; interrumpió Gabriela ya te he dicho la historia de Angelina. El P. Solís nos la contó una noche. Esa joven es hija adoptiva del P. Herrera. ¡Ah que mamá! exclamó el corcovadito. ¡Qué memoria la tuya! Acuérdate, acuérdate.... El P. Solís contó la historia. Esa joven.... Calla, Pepillo; no hables de eso.... No son cosas de niños... dijo Gabriela.

El corcovadito quedaba victorioso, fingía arrepentimiento, se acercaba a la joven para acariciarla y darle un beso, y luego que se iba el señor Fernández volvía a los improperios y a las obscenidades. Reía, se mofaba de su hermana, e inventaba nuevas fechorías.

Tenía el corcovadito ciertas aptitudes para el dibujo, cierto espíritu observador, y en dos por tres, de un rasgo, con dos o tres líneas trazaba la silueta de un buey o de una vaca, sus animales predilectos, predilectos porque les tenía miedo.

Por la noche, después de la cena, nos reuníamos en la sala. La señora se recogía temprano para cuidar del corcovadito, siempre delicado y enfermo; don Carlos jugaba ajedrez con alguno de los empleados, y Gabriela tejía o leía y revisaba sus periódicos de modas. Entre tanto recorría yo los papeles de Villaverde y los diarios de la capital.

La señorita Gabriela, objeto frecuente de las iras del niño, a causa, sin duda, de que sólo ella le corregía y le castigaba, pasaba ratos muy amargos. El corcovadito la aborrecía de muerte, como a todos cuantos se oponían a sus caprichos y deseos, y a la menor corrección la insultaba con dichos y palabras de taberna. La joven solía implorar en su defensa la autoridad del señor Fernández.