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Cierto es que la miserable condición de Pepillo, enfermizo y lisiado, explicaba muy bien los mimos y consentimientos de sus padres. Muchas veces les decir dolorosamente: Si este niño tuviera salud y robustez como esos chiquitines que pasan por ahí... ¡aunque fuésemos tan pobres como un mendigo! Pepillo era en aquella casa tristeza y dolor. Gabriela, felicidad y alegría.

¡Papá! decía suplicante y apenada. Oye a Pepillo.... Abrió una jaula, atrapó un canario y le ha quebrado las alas.... Le reprendo... y me contesta con Unos dichos y unas palabras.... ¡Perdónale, hija! respondía el padre. ¡Pobre niño!...

Así quería Pepillo que fuesen con él las personas y criados que le trataban y servían; así quería que fuese Gabriela, la cual no cesaba de corregir en el niño cuanto en él observaba contrario a una buena educación. Pero el pobre niño no sufría las reprensiones de su hermana, se revelaba contra ella y la colmaba de insultos. La joven apelaba a sus padres pero éstos rara vez la escuchaban.

El aire del campo.... Aquí tienen ustedes, agregó dirigiéndose a las señoras al joven de quien me habla el doctor. Gabriela, ya le conoces.... Esta señora es mi esposa.... Este niño es mi hijo.... Pero... ¡ea! siéntese usted.... Y me señaló una silla al lado de la joven. Después prosiguió, sin darme tiempo para hablar: Este es Pepillo.... Aquí le tiene usted... enfermo.

Pero, ¿a dónde iremos a parar si Pepillo sigue con esos instintos crueles y depravados? Si viera usted cómo tiemblo al pensar que el mejor día, por cualquier motivo, será, usted objeto de las iras de esa infeliz criatura. No tema usted.... Me quiere, hacemos buenas migas.... No, Rodolfo; es mi hermano, le quiero mucho, pero le conozco; no hay que fiar de ese niño....

Dejaremos la otra para Pepillo que se divierte mucho con estas cosas.... Repito que nunca me pareció más bella la rubia señorita. Cuando la contemplé a la luz del quinqué la vi como envuelta en una atmósfera de oro.

Cuando D. José la vio salir y entrar en la carretela de aquel ente que le llamaba Pepillo, cuando la vio partir... ¡Oh, qué horrores alumbra el desvergonzado sol, esa cínica lumbrera que no sabe llenar de tinieblas la tierra cuando se consumen hechos tan contrarios a las hermosas leyes del bien!

Salud, gran rey de la rebelde gente, salud, salud, Pepillo, diligente protector del cultivo de las uvas y catador experto de las cubas». A cada instante era el poeta interrumpido por los aplausos, las felicitaciones, las alabanzas, y vierais allí cómo por arte mágico habíanse confundido todas las opiniones en el unánime sentimiento de desprecio y burla hacia nuestro rey pegadizo.

Una tarde, después de una escena de éstas, fuimos al jardín; Fernández y la señorita se quedaron con el niño en un merendero; Gabriela y yo nos perdimos, a lo largo de una calle de fresnos, en busca de violetas. La niña lloraba y no levantaba los ojos. No llore usted, Gabriela.... ¿Que no llore? murmuró enjugándose los ojos. ¡Cómo no he de llorar! Quiero a Pepillo con toda mi alma.

Me odia, me detesta, y yo le amo.... Ya usted ha visto cómo me trata.... ¡Y todas las gentes me envidian, y todos dicen que soy la más feliz de las mujeres!... ¿Feliz? Debe usted perdonar a Pepillo.... Le perdono... pero no puedo permitir que sea así.... La perversidad de ese niño crece de día en día.... ¡Por fortuna no vivirá mucho!... No le deseo la muerte, no. ¡Dios me libre de ello!