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Te he olvidado un instante, ¡pero un instante nada más! ¡Por piedad! ¡No me niegues tu cariño!... ¡Mira que sólo vivo para , para , Linilla mía! No paré mientes en la música. Cuando dejó de sonar el piano advertí que Gabriela estaba cerca de . ¡Qué de noticias interesantes traerán los periódicos, Rodolfo, cuando abismado en la lectura no ha oído usted la sonata aquella...!

Por la noche, después de la cena, nos reuníamos en la sala. La señora se recogía temprano para cuidar del corcovadito, siempre delicado y enfermo; don Carlos jugaba ajedrez con alguno de los empleados, y Gabriela tejía o leía y revisaba sus periódicos de modas. Entre tanto recorría yo los papeles de Villaverde y los diarios de la capital.

Oía yo: ¡la señorita Fernández... por aquí; la señorita Fernández... por allá! ¿Conque no sabía usted el nombre de esa niña? No. ¿No? No. ¿Conque no? ¡No, y no! Pues ya lo sabe usted: se llama Gabriela. Angelina me veía y sonreía como si dudara de mi dicho, como si quisiera sorprender en mis ojos la verdad. No, Angelina: sería una locura eso de que yo pusiera los ojos en esa señorita.

¡Por Dios, Tere! exclamó la morena. ¡Cállate ! Ahora verá usted, Rodolfo: le dijimos que tocara, y tocó la «Sonámbula» de Talberg. ¡Jesús nos asista! ¡Qué «Sonámbula»! No, hija, no; no digas eso.... Ella toca sin expresión, sin compás... pero en cuanto a ejecutar... ¡ejecuta mucho! Ya quisieran muchos, de esos que se llaman profesores, ejecutar como Gabriela.

Acaso esto que siento al pensar que vives cerca de esa señorita tan hermosa y tan elegante; acaso serán celos estos temores que me asaltan cuando recuerdo que hace tiempo que Gabriela me preguntó por , con mucho interés, con «demasiado interés». Comprendo que en ella encontrarás muchas cosas que yo no tengo; Gabriela es una señorita más digna que yo de ser amada, , más digna que yo.

Puse gran empeño en saber lo que pasaba en mi corazón. ¿Qué sentimiento era aquél que no me apartaba de Angelina, y que, sin embargo, me arrastraba hacia Gabriela? Me acusaba yo de infidelidad para con Linilla; repasaba mis actos uno por uno, y aunque me hallaba yo inocente, me condenaba yo con la severidad del juez más recto, y me proponía alejarme de Gabriela. ¡En vano!

De tarde en tarde, después del despacho, salíamos de paseo, a lo largo del río, hacia los campos de caña de azúcar, hasta las faldas de pintoresca y cercana colina, algunas veces a acaballo, las más a pie. Mauricio empujaba el cochecito de Pepillo, y don Carlos y doña Gabriela le seguían a corta distancia. La joven y yo nos deteníamos aquí y allá en busca de flores o de helechos.

No soy egoísta; no te quiero porque me quieras, te amo, y en amarte cifro toda mi dicha. ¿Me amas? ¡Feliz de mi! ¿No me amas? ¿Y qué? ¡Me basta con amarte! Linilla». Esta carta me causó profunda pena. Linilla padecía y lloraba, temerosa de que Gabriela le robara mi corazón.... Obscura nube veló de pronto el cielo de mi dicha, y temblé al considerar que me aguardaban nuevas amarguras.

Y no porque la envidia o el orgullo fuesen causa de ello, que tales pasiones no tenían morada en aquel corazón generoso y sencillo, sino porque debido a las torpes murmuraciones villaverdinas o a presentimientos y recelos, muy naturales en una niña que ama y cree que es amada, la pobre Linilla temió, aun antes de corresponder a mi amor, que yo me prendara de Gabriela, cuya belleza y elegancia, no podían ser vistas sin interés por ningún mozo de mi edad. ¡Pobre niña infortunada!

El aire del campo.... Aquí tienen ustedes, agregó dirigiéndose a las señoras al joven de quien me habla el doctor. Gabriela, ya le conoces.... Esta señora es mi esposa.... Este niño es mi hijo.... Pero... ¡ea! siéntese usted.... Y me señaló una silla al lado de la joven. Después prosiguió, sin darme tiempo para hablar: Este es Pepillo.... Aquí le tiene usted... enfermo.