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Mientras estas buenas gentes recordaban emocionadas mi hospedaje en su vivienda, fueron sacando todos los objetos que yo había dejado olvidados. Así recobré el cuento Venganza moruna, volviendo á leerlo aquella noche, con el mismo interés que si lo hubiese escrito otro. Mi primera intención fué enviarlo á El Liberal de Madrid, en el que colaboraba yo casi todas las semanas, publicando un cuento.

Pedro, sin dejar lo principal, que era la comida de sus amos, colaboraba sabiamente. Había empezado por tolerar nada más aquella irrupción de la merienda. La cocina daba espacio para todo; aquello no valía nada, y otorgó el cocinero su indispensable permiso con un desdén mal disimulado.

Ahora comprendo; sólo que como eres tan misterioso... insinuó Balmisa, guiñando maliciosamente un ojo a dos testigos mudos, uno el director de un diario republicano local, en donde colaboraba el sastre, y otro un tendero de pasamanería, que se reían disimuladamente de Belarmino .Has querido decir que la república es un desiderátum, la conciliación de los contrarios y el fiel de la balanza de Astrea.

Ahora tenía obligaciones que absorbían todas sus fuerzas; colaboraba en la formación del porvenir; era un hombre. Estoy contento repitió. El padre lo creía. Pero en un rincón de su mirada franca se imaginó ver algo doloroso, un recuerdo tal vez del pasado que persistía entre las emociones del presente. Cruzó por su memoria la gentil figura de la señora Laurier.

Trabajaba en una casa de comercio, colaboraba en varias sociedades y magazines, sostenía incansable correspondencia con sus adictos, enseñaba a los desgraciados, meditaba, discutía, exaltaba a los pusilánimes, asaeteaba a los cobardes, confortaba a los sufridos, se erguía ante los poderosos, lloraba con los indigentes; tenía un báculo para cada caída, una esperanza para cada lacería, un bálsamo para cada dolor, una rosa para cada beldad, un pensamiento dulce para cada párvulo, y aun le quedaba tiempo para ser rendido y galante con la esposa y cariñoso y afable con los hijos.

Otros escribían comedias de sátira contra las costumbres de la aristocracia, que eran las suyas: obras teatrales en las que colaboraba el modisto con el poeta, y no había gran toilette que no tuviese su amor con un frac, que jamás era el del esposo. «Hay que flagelar», gritaban con expresión terrible. Y Maltrana pensaba sonriendo: «Está bien. ¿Y a éstos quién los flagela?...»