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Y los Alcaparrones pequeños, como si de repente obedeciesen a un rito de su raza, pusiéronse de pie y comenzaron a correr por el cortijo y sus alrededores, dando alaridos y arañándose la cara. ¡Juy! ¡juy! ¡Que ha muerto la pobresita prima!... ¡Juy! ¡Que se nos ha ido Mari-Crú!...

No quería que el cadáver estuviese más tiempo en Matanzuela. A Jerez en seguida. Lo llevarían en un carro, en un borrico, a hombros, si era preciso, entre ella y sus hijos. Tenían su casa en la ciudad. ¿Acaso los Alcaparrones eran unos vagabundos? Su familia era numerosa, infinita; desde Córdoba hasta Cádiz, no había feria de ganados donde no se encontrase a uno de los suyos.

Al despedirse de Salvatierra le tendió su mano de mulato, repitiendo que le esperaban en la gañanía y que la gente andaba revuelta al saber que un presonaje tan alto estaba en Matanzuela. Cuando se fue, el aperador habló a don Fernando de los Alcaparrones y otros gitanos del cortijo. Eran familias que trabajaban años y años en la misma finca, como si formasen parte de ella.

Ellos eran pobres, pero tenían parientes que les podían tapar con onzas de los pies a la cabeza; gitanos ricos que trotaban por los caminos seguidos de regimientos de mulas y caballos. Todos los Alcaparrones querían a Mari-Cruz, la virgen enferma, de ojos dulces: su entierro sería de reina, ya que su vida había sido de animal de carga.

Los Alcaparrones contemplaban el cadáver a distancia, sin besarlo, ni osar el más leve contacto con él, con el respeto supersticioso que la muerte inspira a su raza. Pero la vieja, de pronto se llevó las crispadas manos al rostro, arañándolo, hundiendo los dedos en su pelo aceitoso, de una negrura que desafiaba a los años.

Ida la vieja, se sentaron todos alrededor de la estera, y la Gananciosa tendió la sábana por manteles; y lo primero que sacó de la cesta fué un grande haz de rábanos y hasta dos docenas de naranjas y limones, y luego una cazuela grande llena de tajadas de bacallao frito; manifestó luego medio queso de Flandes, y una olla de famosas aceitunas, y un plato de camarones, y gran cantidad de cangrejos, con su llamativo de alcaparrones ahogados en pimientos, y tres hogazas blanquísimas de Gandul.

Y allí ¡venga de cañitas de manzanilla, y venga de pescado frito, y de aceitunitas y alcaparrones!... ¡y venga de aquí! Yo te certifico, grandísimo zángano, que antes de un mes no te pesarían tanto las nalgas como ahora... ¡Ay, niño, si hubieses conocido á la Carbonerilla!... ¡Gachó, qué mujer!... Venía con su madre á recoger la ropa de la compañía porque eran lavanderas.