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Aprovechando un momento en que Velázquez vino á ofrecerle una caña, le dijo por lo bajo: Pero, vamos á ver, hijo, ¿por qué haces esta locura? ¿Qué te faltaba á ti en Cádiz? ¿No tienes salud? ¿no tienes dinero?... ¿Qué demonio vas buscando en esas tierras donde si no le meriendan á uno los salvajes se lo comen crudo los mosquitos?... Que has tenido algunos disgustillos con las mujeres, ¿y qué? ¿Es razón para que un mozo valiente y noble de too su cuerpo se quite del medio? ¿Dónde hay palmito que se pueda comparar con unas botellas de amontillado, bebidas en compañía de cuatro amigos, y unas aceitunitas aliñás?... Me lo dijo hace tiempo un vista de la aduana que había estado muchos años en Puerto-Rico, un tío muy ilustrado, capaz de beberse el golfo de Méjico: «Desengáñate, Rafael, las mujeres no sirven más que para enfriar el caldo cuando uno está acatarrado y no puede sacar los brazos de la cama».

Lo peor es que á Joseliyo se le orvió traernos unas aceitunitas ó unas ruedas de chorizo apuntó con calma Pepe de Chiclana. Los compadres rieron. ¡Ole por Pepe! ¡Lo mejor que se ha dicho en la tienda desde su fundación!

Y allí ¡venga de cañitas de manzanilla, y venga de pescado frito, y de aceitunitas y alcaparrones!... ¡y venga de aquí! Yo te certifico, grandísimo zángano, que antes de un mes no te pesarían tanto las nalgas como ahora... ¡Ay, niño, si hubieses conocido á la Carbonerilla!... ¡Gachó, qué mujer!... Venía con su madre á recoger la ropa de la compañía porque eran lavanderas.