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La labradora callose un momento, como si tratara de recoger las ideas; luego bajó los ojos, enarcó la gran nariz aguileña hasta cerca de los labios y una extraña palidez pareció extenderse sobre su faz. ¿Adónde demonio irá a parar? se decía Hullin. La anciana prosiguió: Yégof, al lado del hogar, con su corona de hojalata y el palo entre las rodillas, pensaba sin duda en algo.

Catalina acababa de despertarse, y graznaba como cuando se solloza; Wetterhexe, más muerta que viva, observaba los movimientos del loco desde el rincón más obscuro del antro. ¡Ya han salido todos de la tierra! exclamó de repente Yégof . ¡Todos, todos! ¡No queda ninguno! ¡Ellos reanimarán el espíritu de la gente joven y le inspirarán el desprecio a la muerte!

Yégof caminaba a la ventura mientras que la noche se acercaba; el frío aumentaba por momentos, y los zorros rechinaban los dientes persiguiendo una caza invisible: el buharro hambriento se dejaba caer sobre la maleza con las garras vacías, lanzando angustiosos gritos.

Descendía, pues, Yégof por la calle sin detenerse en ninguna parte, y Luisa, muy inquieta, viendo que el loco miraba hacia su casita, dijo: Papá Juan Claudio, me parece que Yégof viene a nuestra casa. Es muy posible respondió Hullin ; el pobre diablo no dejará de necesitar un par de zuecos claveteados con el frío que hace; y si me lo pide, a fe mía que me costará gran trabajo negárselo.

Siempre he considerado a Yégof como uno de esos pobres diablos; sabe una infinidad de nombres y habla de la Bretaña, de Austrasia, de Polinesia, del Nideck y del Géroldseck, del Turkestein, de las orillas del Rin, en fin, de todo al azar; y eso parece que es algo y, en el fondo, no es nada.

¡Pero cuál no sería su sorpresa cuando, al volverse para salir, vio al loco Yégof aparecer por un recodo del sendero y dirigirse hacia él, a la clara luz de la Luna!

Al mismo tiempo, Divès y sus hombres transportaban la pólvora al cobertizo, y en el momento que Juan Claudio se acercaba a la hoguera más próxima ¡cuál no sería su sorpresa al ver, entre los hombres de la partida, al loco Yégof con la corona a la cabeza, sentado gravemente en una piedra, con los pies cerca del fuego y cubierto con sus andrajos como si fuese un manto real!

Al pronto creyó que eran perros; pero no, eran lobos, y marchaban lentamente detrás de Yégof, el cual no los veía, al parecer. Revoloteaba el cuervo, pasando de la luz a la sombra que arrojaban las rocas, y después volvía; los lobos, con los ojos brillantes y los hocicos levantados, olfateaban, y el loco alzaba su cetro.

Cuatro contrabandistas llegaron en tal momento diciendo que el miserable Yégof podía fácilmente volver con otra cuadrilla de bandidos de su jaez. Es verdad contestó Divès . Vamos a regresar al Falkenstein, puesto que así lo ha ordenado Juan Claudio; pero no podemos llevarnos el furgón, pues nos impediría ir por el atajo, y dentro de una hora esos bandidos caerían sobre nuestras espaldas.

Por último, uno de ellos, el más viejo, se calló; después lo hizo otro, y finalmente los demás. Yégof prosiguió de esta manera: , , es una dolorosa historia. ¡Oh, mirad! ¡Este es el arroyo por donde corría la sangre de los nuestros!