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Isabel hablaba con perfecta naturalidad, la sonrisa en los labios, con entonación dulce y simpática que cautivaba. Sus frases envolvían siempre una cortesanía tan exquisita, una posesión tan cabal de todas sus facultades, que en ello se echaba de ver la egregia cuna en que había nacido y el comercio en que había vivido con elevadas personas. Jamás murmuraba de nadie.

Yo no quiero ponerlo en duda; pero no extrañe usted que me cueste trabajo creerlo, porque ¡me han contado tales horrores de la aldea!... Ya se conoce que usted no ha vivido en el campo. ¡Yo vivir en el campo! La idea solamente me hace temblar. Pues crea usted, señora, que no hay motivos para ello. ¡No diga usted que no, por Dios!

La exaltación de su alma era todavía tan violenta, y para su soledad era un consuelo tan grande el pensar continuamente en ella, que quiso y pudo esperar. Celoso de mismo, casi temeroso de empequeñecer su propio sentimiento investigando sus pormenores, había vivido en una felicidad secreta cuyo origen casi olvidaba.

Esta pérdida fue un golpe cruel para Don Francisco, pues habiendo vivido el matrímonio en santa y laboriosa paz durante más de cuatro lustros, los caracteres de ambos cónyuges se habían compenetrado de un modo perfecto, llegando á ser ella otro él, y él como cifra y refundición de ambos.

Febrer, otro vagabundo como él, gozaba escuchándole. Los dos habían vivido una existencia agitada y cosmopolita, distinta de la monótona vida de los isleños; los dos habían gastado el dinero con prodigalidad.

Entónces les contó en breves palabras el enano de Saturno, que tenia ménos recia la voz que Micromegas, con que gente estaban hablando, y su viage de Saturno: les informó de quien era el señor Micromegas, y habiéndose compadecido de que fueran tan chicos, les preguntó si habian vivido siempre en un estado tan rayano de la nada, y qué era lo que hacian en un globo que al parecer era peculio de ballenas; si eran dichosos, si tenian alma, si multiplicaban, y otras mil preguntas de este jaez.

Efectivamente: Facundo, aunque gaucho, no tiene apego a un lugar determinado; es riojano, pero se ha educado en San Juan, ha vivido en Mendoza, ha estado en Buenos Aires.

Pues, hijo, si en las nueve cartas que usted me ha escrito lo ha repetido cuarenta y una veces... Lo llevo por cuenta. Entonces será para decírselo la cuarenta y dos. Lo que nos está pasando, Gloria, parece una novela. No hace siquiera tres meses que la he conocido, y creo que he vivido tres años desde entonces. ¡Cuánto cambio! ¡cuánta peripecia!

Porque yo veo cosas... Don Melchor... ¡vamos!... que no están bien... y en una persona como usted... don Melchor... que no es por alabarlo... pero usted comprende bien que todo se sabe... y después son los enredos... y vaya, que lo llegue a saber la familia. Mire, Baldomero, yo he vivido bastante para necesitar consejos, ¿me entiende? y lo que hago y hago lo que se me da mi real gana.

Clara había vivido siempre en compañía de aquel viejo: era huérfana, no tenía parientes ni amigas, no salía nunca, no se comunicaba con nadie, se consumía en el desierto de aquella casa, sin otra cosa que algunos recuerdos y algunas esperanzas que luego conoceremos.