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Pocos días después, Novoa habló al príncipe con una brevedad que ocultaba mal su emoción. Estaba muy agradecido al dueño de Villa-Sirena; nunca olvidaría la dulce existencia en este retiro; pero necesitaba volver á su antiguo alojamiento. Nuevos trabajos científicos le obligaban á vivir en Mónaco; el director del Museo se quejaba de sus ausencias.

Volvió á mirar de lejos el grupo de oficiales. ¡Y este teniente de pobre estatura, que parecía un tenedor de libros elevado por la movilización, era su enemigo!... Creyó verlo por primera vez. Perdido entre sus compañeros aún le pareció más insignificante que en sus visitas á Villa-Sirena.

«¡Acaso voy á enamorarme de ella! se dijo . La quiero como no creí nunca que podría quererla. Pero sólo es un amigo, un compañero digno de lástima, que debo proteger.» A la hora del almuerzo, Spadoni no se presentó en Villa-Sirena. Atilio le había visto en el Casino con sus amigos los ingleses de Niza. Estarían almorzando juntos en el Hotel de París, para hablar de nuevas combinaciones.

Después de pasear una mirada de satisfacción por la enorme masa de Villa-Sirena, sus dependencias y las arboledas inmediatas, el coronel dijo á Novoa: Aquí costó menos lo que se ve que lo que no se ve. Hay mucho dinero enterrado.

Pensaba realizar al día siguiente esta gestión; para eso había alquilado un automóvil, gasto enorme dada la carencia de vehículos y de combustible, pero exigido por la importancia de sus funciones... Y ahora estaba en Villa-Sirena, á las dos de la madrugada, limpiando sus pistolas con lentitud, como si fuesen joyas frágiles.

Era hombre de costumbres fijas, y además, los monegascos en cuya casa estaba alojado mantenían rigurosamente la puntualidad en las comidas. ¡No haber en Mónaco un restorán, para darse el lujo de invitar al príncipe!... Este le propuso que lo acompañase á la lejana Villa-Sirena para almorzar juntos. ¡Se sentía tan bien en su compañía! ¡le daba noticias tan interesantes!...

Todos los textos estaban acordes. Por la mañana y por la tarde perdían los «puntos» y ganaba la casa; pero á partir de las ocho de la noche, una fortuna loca sonreía á los jugadores. Las estadísticas no podían ser más claras: imposible la duda. Y Castro renunciaba á la buena mesa de Villa-Sirena, contentándose con un bock y un emparedado en el bar.

Don Marcos se volvió hacia aquella tierra miserable que parecía clavada como una maldición en los jardines de Villa-Sirena, señalándosela á Novoa. La princesa Lubimoff, con todos sus millones, no había podido comprar esta punta del promontorio. Era de un matrimonio viejo y sin hijos.

Me marcho á París... Quiero salir mañana; arregla lo necesario. Luego, al fijar sus ojos en el coronel, continuó, con voz más dulce: Creo que nunca volveré aquí... Voy á vender Villa-Sirena. Don Marcos desciende por los jardines públicos hacia la plaza del Casino, en conversación con un militar.

Mas el uniforme, en vez de estar rematado por unos pantalones, tenía como final una falda corta sobre polainas de cuero rojo. Era la sobrina de Lewis. Había estado dos tardes en Villa-Sirena correteando por sus jardines. Miguel contempló una vez más su enfermiza delgadez, que iba tomando el aspecto miserable de la consunción.