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Por más que lo procuré, no me fué posible evitar las consecuencias de mi perversidad. Aquello fué tremendo, la viejecita echaba fuego y la reprobación de mi conducta era unánime. En lo sucesivo tuve muchas veces ocasión de arrepentirme de haber provocado las iras de Tía Juana.

Lo he custodiado y defendido cuidadosamente, porque representa mi fortuna y la de mi viejecita madre si vuelvo á verme algún día en Horla.... Tristán, ¿dónde está el barón de Morel? interrumpió Roger ansiosamente. Creo que ha perecido, como casi todos. Yo al enemigo poner su cuerpo sobre un caballo. Estaba desvanecido ó muerto y se lo llevaron.... ¡Dios del cielo! ¿Y Simón?

Penélope era la más amable de las mujeres, al decir de Homero, y sabía encontrar para todos una palabra cortés y una sonrisa graciosa. ¿Es que con el tiempo se ha convertido en una viejecita huraña y gruñona? Elena guardó silencio. Núñez siguió bromeando unos instantes; pero viendo que no lograba arrancarle una palabra, despechado, concluyó por imitarla y dejarse conducir hasta la casa.

Gracias á la asistenta que tenían en casa; la señorita podía descansar algunos ratos; y para ayudar á la asistenta en los trabajos de la cocina, quedábase allí por las tardes la trapera de la casa, viejecita que recogía las basuras y los pocos desperdicios de la comida, ab initio, ó sea desde que Torquemada y Doña Silvia se casaron, y lo mismo había hecho en la casa de los padres de Doña Silvia.

Cura de misa y olla nada más; pero ¡lo que he trabajado en esta vida! ¡y lo que me queda que penar!... Mi cuñado es infeliz, un buen hombre, que no sirve para nada, y yo tengo que mantenerlo, y a la pobre viejecita, y a mi hermana, y a todos los sobrinos, que se creen superiores a los demás del pueblo porque cuentan con un tío cura.

Falleció la Montansier el día 13 de Julio de 1820, á la edad de noventa años. El público que concurría á los jardines del Palais-Royal, conocía de vista á esta viejecita de cabellos plateados, que todas las tardes, desde su ventana, posaba la mirada de sus largos ojos inteligentes sobre aquella multitud, donde ya no quedaba ninguno de los hombres que la amaron.

Pero sucedió que insensiblemente se fué encariñando con uno de ellos que la mimaba mucho y le oía resignado los nimios escrúpulos de su conciencia. Lo que al principio no fué más que simpatía, llegó á ser amor vehemente, pero sublime de pureza. Toda la ternura de esposa y de madre, reconcentrada en el corazón de la viejecita, brotó de pronto como una fuente impetuosa, inundándola de felicidad.

Se abre una puerta, y se oye en el pasillo un trotecito de ratón. Era Mamette. Nada tan conmovedor como aquella viejecita con su gorro de casco, su hábito carmelita y el pañuelo bordado, que por honrarme tenía en la mano, conforme a la usanza antigua. ¡Cosa enternecedora: se parecían! Con papalina y cosas amarillas también él hubiera podido llamarse Mamette.

¡Oh! no tardaré en gastarlos, miss Darling; mis ojos se van protestó alegremente Liette, que, mientras hablaba con la condesa de Argicourt, había oído las últimas palabras de aquel aparte. Pero no los oídos observó maliciosamente la joven americana. La verdad es que me representaba a «la tía Liette» como una viejecita arrugada y canosa de cincuenta años lo menos.

La viejecita que vive entregada a la devoción, que asiste y reza con frecuencia en la catedral de una capital de provincia, está muy diestramente retratada. El autor logra casi desde luego, con buen tino y exquisito arte, hacer que nos interesemos por Prisca, que así se llama la viejecita. También ella tuvo en su remota mocedad tiernos y delicados amores.