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Actualizado: 8 de junio de 2025
Residía en Versalles hacía mucho tiempo, sin otra compañía que su esposa, viejecita como él, á quien adoraba; y en la decoración fastuosa de aquellos jardines, que sirvieron de refugio á los amores de Luis XIV, el rey libertino y magnífico, la figura delgada, vestida de negro, del anciano actor parecía más fúnebre.
El viejo deja caer el fardo que lleva en los brazos, y luego se desploma sobre este asiento improvisado. No puedo más.... Voy á morir. Gime como un pequeñuelo. Su pobre cabeza de ave desplumada se agita con el hipo que precede al llanto. Valor, mi hombre.... Tal vez no estamos lejos. ¡Un esfuerzo! La viejecita quiere mostrarse enérgica y contiene sus lágrimas.
Y el señor Desnoyers envidió este dolor. Unos reservistas avanzaron cantando, precedidos de una bandera. Se empujaban y bromeaban, adivinándose en su excitación largas detenciones en todas las tabernas encontradas al paso. Uno de ellos, sin interrumpir su canto, oprimía la diestra de una viejecita que marchaba á su lado serena y con los ojos secos.
La viejecita se titulaba El viejecito: todas las obras perdían su título femenino, y si en ellas figuraban dos amantes, convertíanse en dos primitos, compañeros de colegio, que, agarrados de la mano jurábanse quererse mucho, estudiar y ser obedientes y humildes con sus maestros... ¡Serafines del cielo! Doña Cristina conmovíase con el relato de estas fiestas.
La viejecita se vivía las horas muertas en la iglesia rezando, barriendo y comadreando, porque la pobre había concluido por ingresar en el batallón augusto de las beatas y ratas de la iglesia.
Pues pensaba ir a pasar con ellos todo el mes de agosto y quedarse allí hasta el 8 de septiembre, para hacer con toda la familia la novena de la Virgen de Regla... Luego venían las preguntas sin fin, después los encargos sin cuento, y, a lo último, el trueno gordo, lo que había de hacer estallar de gozo y de consuelo el corazón de su pobre viejecita... El día 3 de julio, aniversario de la muerte de su padre, iría a confesar y comulgar, para solemnizar en lo posible aquella tristísima fecha.
Hoy he subido a los altos del castillo con el objeto de hacer una visita a una anciana soltera de ochenta años, que vive gracias a una corta pensión que le han dejado y a haberle cedido, sin pagar retribución alguna, una pequeña habitación bajo el tejado del edificio. Vive en compañía únicamente de una gallina dócil como un perro. Esta viejecita se llama la señorita Felicidad.
Hubo un silencio. ¿Y si le hiciésemos cura? exclamó la madre. Y la opinión de la buena viejecita, que era muy católica, prevaleció. Enrique Thomas entró en un seminario.
Palabra del Dia
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