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Febrer se dio cuenta de que los dos soldados fingían no reparar en la presencia del Ferrer. Parecían no reconocerlo; le volvían la espalda. Pasaron varias veces junto a él, registrando minuciosamente a los que estaban a su lado y haciendo visible alarde de no fijarse en el verro.

Todos la asediaban, pugnando por arrancarla una palabra, un signo de preferencia, y ella contestaba a todos con asombrosa discreción, manteniéndolos en perfecta igualdad, evitando los choques mortales que podían sobrevenir repentinamente entre esta juventud belicosa, armada y poco sufrida. ¿Y el Ferrer? preguntaba don Jaime. ¡Maldito verro!

Su nombre salía con dificultad de los labios del señor, pero su recuerdo se estaba moviendo desde mucho antes en su memoria. El muchacho agitaba la cabeza negativamente. El Ferrer tampoco adelantaba gran cosa sobre sus rivales, y el Capellanet no parecía sentirlo mucho. Se había enfriado algo su admiración por el verro.

Pepet se acordaba de la vuelta del verro a San José.

Sentíase avergonzado de su arrebato. ¡Pegarle al pobre tísico!... Para sofocar sus remordimientos, profirió en voz baja soberbios retos. «¡Otro deseaba él que hubiese cantado!...» Y sus ojos buscaron al Ferrer, pero el temible verro había desaparecido.

Bajo un cobertizo brillaba el ojo inflamado de una fogata, y junto a ella el Ferrer, de pie ante el yunque, golpeaba con el martillo una barra de hierro ígneo. Febrer no quedó descontento de su entrada teatral en la plazoleta. El verro levantó la vista al oír ruido de pisadas en el intervalo de dos de sus golpes, y quedó inmóvil, con el martillo en alto, al reconocer al señor de la torre.

La ausencia del Ferrer cuando él se había presentado en la fragua y la calma de la noche anterior daban que pensar a Jaime. ¿Estaría herido el verro? ¿Le habría alcanzado alguna de sus balas?... Pasó la mañana en el mar. El tío Ventolera le llevó hasta el Vedrá, alabando la ligereza y otros méritos de su barca.

Febrer acogió con un gesto de indiferencia esta noticia, a la que el Capellanet daba gran importancia. ¿Y qué?... El cantor insolente ya estaba castigado; y en cuanto al verro, había huido de sus retos a la puerta de la alquería. Era un cobarde.

Abogaba por el verro como si fuese ya pariente suyo. ¡El pobre vivía tan mal!... Solo en la fragua, sin otra compañía que una parienta vieja, siempre vestida de negro por remotos lutos, lagrimeante un ojo, cerrado otro, y tirando del fuelle mientras su sobrino batía el hierro rojo. La vecindad del fogón secaba cada vez más su huesosa flacura.

Cuando el Capellanet, con sus entusiasmos de aprendiz, se aproximaba al verro éste dignábase sonreír, viendo en él a un pariente próximo. Los mismos atlots que habían hablado del noviazgo con el siñó Pep parecían intimidados por la presencia del Ferrer.