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Actualizado: 8 de julio de 2025
Demostraban no tenerle miedo; le ponían aparte de los demás, eximiéndole de una operación por la que iban pasando todas las personas.» Siempre que encontraban al verro con otros mozos, registraban a éstos, sin tocar nunca a aquél. De este modo, los atlots, por miedo a perder sus armas, acababan por evitar el trato con el héroe y huían de él como de una atracción del peligro.
El retador parecía haber tomado posición esperando que saliese Febrer. ¿Quién sería?... Tal vez el miserable verro, al que había buscado por la tarde; tal vez el Cantó, que juraba públicamente matarlo. La noche y la astucia, que igualan las fuerzas de los enemigos, habrían dado ánimos a este enfermo para marchar contra él. También era posible que fuesen dos o más los que le aguardasen.
El verro parecía darle consejos, y el pobrecillo le contestaba con gestos afirmativos. ¿Y qué? volvió a preguntar Febrer.
Febrer, que había escuchado la conversación, miró al verro que se mantenía aparte, como si su grandeza no le permitiera descender a los míseros regateos de este arreglo.
Hasta el mismo Pep, con gran indignación de Jaime, mostrábase orgulloso de los dos tiros disparados a los pies de su hija. Febrer era el único que no parecía entusiasmado por esta hazaña galante del verro. «¡Maldito presidiario!...» No sabía ciertamente el motivo de su furia, pero era algo inevitable... A este «tío» le pegaría él. Llegó el invierno.
El verro, viéndose aplaudido, extremaba los movimientos y contorsiones, persiguiendo a su pareja, saliéndola al paso, envolviéndola en la complicada red de sus movimientos, mientras Margalida giraba y giraba con la vista baja, evitando el encuentro de sus ojos con los del temible galán.
Aún se acordaban en San José de la habilidad con que el güelo despachaba sus asuntos: un golpe nada más con el famoso cuchillo, y después las precauciones tan bien tomadas que siempre se presentaban testigos para declarar que lo habían visto al otro extremo de la isla a la misma hora en que agonizaba el enemigo. El Ferrer era un verro con menos fortuna.
Odiaba al verro; sentía como una vaga ofensa inferida a su persona al ver el terror que inspiraba a todos. ¿Y no habría quien le diese una bofetada a este fantasmón venido del presidio?... Un atlot avanzó hasta Margalida, tomándola la mano. Era el Cantó, sudoroso y trémulo aún por su reciente fatiga. Erguíase, como si su debilidad fuese una nueva fuerza.
Palabra del Dia
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