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Jaime seguía mirando al Ferrer con la irresistible atracción de la antipatía. Manteníase el verro silencioso y como distraído entre sus admiradores, que formaban corro en torno de él. Parecía no ver a los demás, fijos sus ojos en Margalida con una expresión dura, cual si pretendiese vencerla bajo esta mirada que infundía miedo a los hombres.

No había cuidado: todas las gentes honradas, lo mismo que la justicia, «estaban a favor de ellos». Como el Ferrer carecía de parientes próximos que le vengasen y se había hecho antipático, los vecinos no tenían interés en callar y todos decían la verdad. El verro había ido dos noches a buscar al señor en su torre, y el señor se había defendido. Era indudable que no le harían nada.

El Capellanet, que había escuchado estos relatos, sentía por el verro un respeto admirativo. Describía las particularidades de su persona con la prolijidad del que se siente enamorado de un héroe. No era alto ni fuerte como el señor; pero era ágil, nadie le ganaba en el baile, y podía danzar horas enteras, hasta rendir a todas las muchachas de la parroquia.

Seguramente el verro pretendería inducirle a salir a la obscuridad con gritos de reto, con auquidos de desafío. Aunque le aúquen durante la noche, usted quieto, don Jaime. Yo conozco eso continuó el Capellanet con la importancia de un verro endurecido . Le gritará desde fuera, oculto en la maleza, con el arma preparada, y si sale, antes de que pueda verle le matará de un pistoletazo.

Era el Capellanet, que le hablaba misteriosamente al oído al mismo tiempo que señalaba con un dedo... Aquél era Pere el Ferrer, el famoso verro. Y designaba a un mozo de estatura menos que mediana, pero arrogante y jactancioso en su actitud. Los atlots se agrupaban en torno del héroe.

Los admiradores de éste le oían con los ojos muy abiertos y las narices palpitantes de emoción. ¡Qué dicha! Ser verro, haber ganado la celebridad y el respeto matando a un enemigo en las sombras de la noche, y a cambio de esto, ocho años en Niza, lugar de delicias y honores. ¡No tendrían ellos tanta suerte!...

¡Pero si yo no me burlo de vosotros, querido Pep! ¡Si todo es verdad!... Entérate de una vez: soy pretendiente de Margalida, como el Cantó, como ese verro antipático, como todos los muchachos que acuden a tu cocina para cortejarla... La otra noche me presenté porque ya no podía sufrir más, porque comprendí de pronto la causa de las tristezas que me vienen afligiendo, porque quiero a Margalida, y me casaré con ella, si ella me acepta.

El buen Pep, ceñudo, con una palidez verdosa en su tez obscura, manejaba al herido al mismo tiempo que daba órdenes. «¡Hilas! ¡muchas hilas!... ¡Silencio las hembras! ¿A qué tantos gritos y lamentos?...» Lo que debía hacer su mujer era ir en busca de cierto pucherete que contenía un ungüento maravilloso guardado a prevención desde los tiempos de su valeroso padre, un verro temible habituado a las heridas.

Un gesto expresivo del Capellanet ayudó a su memoria. Un verro es un hombre cuyo valor no necesita probarse, pues tiene pudriendo tierra uno o varios ejemplos de la dureza de su mano o de lo certero de su puntería. Pepet, para que los suyos no quedasen por debajo del Ferrer, volvió a recordar a su abuelo. También había sido verro, pero los antiguos sabían hacer mejor las cosas.

El hombre del tricornio acabó por sonreír bajo el duro bigote y llamó a su camarada. dijo, designándole al muchacho registra a este verro. Debe ser de cuidado. El Capellanet, perdonando el tono zumbón del enemigo, estiró los brazos todo cuanto pudo para que nadie dejase de enterarse de su importancia.