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Actualizado: 17 de junio de 2025
Haber estado en esta casa, creo Que obligue tu valor a la venganza De caso tan atroz, inorme y feo, Que la nobleza de tu nombre alcanza. Si alguna vez amor algún deseo Trujo la posesión a tu esperanza, Y al tiempo de gozarla la perdieras, Considera, señor, lo que sintieras.
La voz del perdón se callaba; esa voz jamás había hablado. Aquello había sido un sueño, una alucinación. La verdad era otra: el ser amado yacía bajo tierra, las manchas de su sangre no se habían borrado aún; la sangre pedía venganza, y él debía obtenerla. ¿Por qué no lo dijo usted antes? ¿Por qué vaciló al principio?
Era la vida brutal, la ley del destino sorda e inexorable, y la venganza no está obligada a más equidad que esa justicia ciega cuya espada de dos filos hiere casi siempre al inocente con el culpable. ¿Qué le iba a hacer ella? ¿Salvar al uno para salvar a la otra? ¡Engaño! ¡Piedad ridícula de los débiles que causa la audacia implacable de los fuertes!
La venganza es manjar muy dulce, y debo saberlo, porque soy mujer; acaso estamos de acuerdo, y sólo nos diferenciamos en el modo; concédeme que nuestra venganza sea menos violenta, y yo daré tal susceptibilidad a nuestro enemigo, que le sea dolorosa en mucho más. El acero casi se embota en la dureza de la mano, y una espina de la rosa hace lastimar y desangrar el corazón.
El arcediano de Córdoba D. Alfon fué muerto violentamente, y el dean D. Anton Martin publicó que esta muerte se habia hecho por órden del rey. Sintió mucho D. Enrique que se le designase como autor de este atentado, y en venganza mandó quitar la vida al dean.
Había cometido una imprudencia la noche anterior al ir en busca de él, dejando olvidada la llave en la puerta de su camarote. El «zonzo», o sea el hermano, ansioso de venganza por los golpes de la tarde, había cerrado la puerta al notar su salida, guardándose la llave.
¡Ah, sí! dijo suspirando la condesa. ¿Pero supongo que no cederéis á la tentación? Necesario es que yo me acuerde de lo que soy y de donde vengo, para no echarlo todo á rodar: ¡escribirme á mí esta carta! Y la condesa estrujó entre sus pequeñas manos la carta que la había devuelto la camarera mayor. ¡Y si este hombre estuviese enamorado de mí, sería disculpable! pero lo hace por venganza.
El espíritu de venganza ha sucumbido por su imprudencia; lo queria todo, lo exigia todo, y con urgencia, con imperiosidad, sin consideraciones de ninguna clase; y el corazon se ha ofendido de semejante desman; ha creido que se trataba de envilecerle, ha llamado en su auxilio á los sentimientos nobles, que han acudido presto y han decidido la victoria en favor de la razon.
«Don Fermín padecía», pensaba el pobre don Francisco y sin querer, con gran remordimiento, él se alegraba un poco, gozaba el placer de una venganza... «irracional... injusta... todo lo que se quiera... pero gozaba acordándose de su hija muerta». Sí, don Fermín padecía. «Aquella necedad del tendero de enfrente era una complicación».
Era el goce de la sensualidad el que se desprendía de su ser; pero era también el deleite maligno del capricho cumplido, de la venganza y la traición. El conde de Onís se sentía cada día más subyugado. Las caricias de su amada eran abrasadoras; pero los ojos guardaban siempre, en lo más hondo, un reflejo cruel de fiera domesticada. Sentía amor y miedo al mismo tiempo.
Palabra del Dia
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