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Actualizado: 20 de junio de 2025
Algunos aseguraban que el doctor Cornelius era tan sabio, que a unos indios les había convertido en negros para venderlos después; pero otros decían que lo único que había hecho era teñirles la piel con una mezcla de alquitrán, sebo y nuez vómica. El doctor Cornelius tenía un sistema extraño de espionaje en el barco. Se enteraba de todo, no sé por qué medios.
Cargaba dos navíos de esclavos para venderlos en España y recomendaba a su hermano don Bartolomé que tuviese gran cuidado con la mercancía y llevase justa cuenta en lo que correspondiese a cada uno, «pues hay que mirar en todo la conciencia porque no hay otro bien mejor, salvo servir a Dios, y todas las cosas de este mundo son nada, y Dios es para siempre».
Hecho esto, podriamos poner en dichos lugares, en cuarenta dias desde esta capital, los géneros comerciables, en goletas y balandras, iguales á las que traginan en ese Rio de la Plata, y venderlos á los mineros portugueses un 60 ó 100 % mas baratos que lo que hoy los tienen conducidos desde Santos por San Pablo y los rios Tiete, Pardo, Tacuarí y Cheané, que estan tan llenos de arrecifes y saltos, que se tarda en su viage cinco meses, y se descarga y lleva á hombros la carga y canoas multitud de veces: y ademas solo pueden traginarse en invierno, porque no hay agua en otro tiempo, ni aun en él se hace sin escolta que los liberte de los insultos de los bárbaros.
Pero de pronto la institución empezó a crecer; se hinchaba y cundía como las miserias humanas, y sus necesidades subían en proporciones aterradoras. La dama pignoró los restos de su legítima; después tuvo que venderlos. Gracias a sus parientes, no se vio en el trance fatal de tener que mandar a la calle a los asilados a que pidieran limosna para sí y para la fundadora.
Dios había hablado a Moisés entre relámpagos y truenos, cuando no se conocían aún los derechos del hombre y los deberes del padre, que tenía hijos y esposas, esclavos, asnos, bueyes y cabras para explotarios, matarlos o venderlos; había hablado como un patriarca judío, como el rey del egoísmo, estableciendo, en primer término, la obligación de amarlo a él sobre todas las cosas del mundo, que todavía deben ser abandonadas por los que quieran servirlo en toda regla, la más gravosa de todas las cargas que han pesado sobre la conciencia del hombre, el deber humano que ha producido más palos, tormentos y matanzas, más lágrimas y sufrimientos, más miseria y más imbecilidad consuetudinaria.
El dibujo de Goya, única prenda que no se arrepintió doña Andrea de haber vendido, porque le trajo un amigo, lo compró Juan Jerez; Juan Jerez que cuando murió en Madrid Manuelillo, y la madre extremada por los gastos en que la puso una enfermedad grave de su niña Leonor, se halló un día pensando con espanto en que era necesario venderlos, compró los libros a doña Andrea, mas no se los llevó consigo, sino que se los dejó a ella «porque él no tenía donde ponerlos, y cuando los necesitase, ya se los pediría». Muy ruin tiene que ser el mundo, y doña Andrea sabía de sobra que suele ser ruin, para que ese día no hubiese satisfecho su impulso de besar a Juan la mano.
No fué escrupuloso ni perezoso don Cleofás, y ejecutando lo que el espíritu le dijo, hizo con el instrumento astronómico gigote del vaso, inundando la mesa sobredicha de un licor turbio, escabeche en que se conservaba el tal diablillo, y volviendo los ojos al suelo vió en él un hombrecillo de pequeña estatura, afirmado en dos muletas, sembrado de chichones mayores de marca, calabacino de testa y badea de cogote, chato de narices, la boca formidable y apuntalada en dos colmillos solos, erizados los bigotes; los pelos de su nacimiento ralos, uno aquí y otro allí, a fuer de los espárragos, legumbre tan enemiga de la compañía que, si no es para venderlos en manojos, no se juntan.
¡Con tal que pueda conservarlos! dijo Miguel escépticamente . Bien podría ser que me obligasen á venderlos. La duquesa, desde una ventana, contempló los jardines, escalonados hasta el mar. Muchas veces, yendo de paseo con su amiga Clorinda, había hecho detenerse en el camino al carruaje de alquiler para contemplar las arboledas de Villa-Sirena.
En Melinda debían venderlos o dejarlos en depósito y tomar en cambio mercancías de Abexin, Arabia y Egipto y aun algunas de Siria, de las islas de la Grecia y de la misma Italia que todavía llegaban hasta allí, importadas en Egipto por los venecianos, a pesar del golpe mortal que a su comercio habían dado los portugueses.
Sentía la criminal tentación de coger algunos libros del «santo» y venderlos: de descolgar el Cristo ensangrentado y bajarlo al Rastro, para que sus primos lo comprasen. Tenía que hacer un gran esfuerzo para repeler estos pensamientos. El crucifijo sólo valía unos cuantos reales; los libros que el «santo» guardaba con tanta estima no servían, en su mayor parte, mas que de papel de envolver.
Palabra del Dia
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