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Actualizado: 7 de julio de 2025
La idea de ser motivo de murmuración influye poderosamente en nuestro espíritu para corregirnos de muchas ridiculeces y tonterías, de muchas vanidades, de muchos pequeños defectos. Ella es un freno para dominar los impulsos de nuestro carácter, para medir nuestras palabras, para ordenar nuestras ideas, para componer armónicamente nuestras maneras y gestos.
Pero él, pagado de las vanidades sociales y seducido por la voz del egoísmo, no había atendido a este ruego que la desdichada mujer no se había atrevido a formular con sus labios. Sentía ira profunda contra sí mismo y se apellidaba interiormente con los adjetivos más injuriosos y humillantes.
Creo que la mía hubiera sido hacerme cartujo y pasarme la vida entre cuatro paredes descifrando manuscritos, pues la verdad es que detesto la vida que hago, las relaciones, las vanidades, la vanagloria del éxito, el placer, y, sobre todo, a las mujeres, desde la primera a la última; no exceptúo más que a Luciana... con mil trabajos.
Al matrimonio se debe llegar con el sujeto ya bien conocido; no con una máscara. Asimismo, nunca es completo este conocimiento, ya que el matrimonio no es, en el fondo, sino un lento y contínuo desenmascaramiento que sólo se hace total con el último abrazo en la hora de la muerte. Conviene también llegar al matrimonio con una ligera fatiga del mundo y de sus pompas y vanidades.
Pero la vanidad de aquel hombre insigne era la más disculpable de todas las vanidades, pues consistía en sacar a relucir dos títulos de gloria, a saber: su pasión por la cirugía y la humildad de su origen. Hablaba por lo general incorrectamente, por ser incapaz de construir con gracia y elegancia las oraciones.
A ti, chiquilla, no te quiere ni pizca... lo que se llama querer cuando se trata de otra clase de madres. En fin, que te necesita para pantalla de sus incurables vanidades; y, como cosa suya, cuanto más hermosa sea la pantalla, mayor es su deseo de lucirla. Si fueras fea y tonta, antes se retiraría ella del mundo que presentarse contigo en él.
Pero del mal el menos: sí vivió sin levantar un punto sobre la talla de los hombres vulgares, por morir a tiempo logró asociar a las vanidades de su familia el esfuerzo de la cosa pública, para merecer los honores póstumos tributados a los grandes hombres. No hay para qué hablar del fúnebre aparato escénico a que obligaba, de puertas adentro, la mal fingida pesadumbre de la familia.
De todas las coqueterías ésta es la más condenable, porque implica la intención de hacer sufrir, empeño que delata poca reflexión y una torcida contextura ingénita de nuestro espíritu. Ya se ve, pues, cómo el «no» es más difícil que el «sí» de las niñas. Y esta dificultad aumenta, según va dicho, cuando con nuestra frivolidad y nuestras vanidades hemos inducido en error al pretendiente.
Establecido el matrimonio en Madrid, le faltó tiempo a la señora para poner su casa en un pie de vida frívola y aparatosa que, si empezó ajustando las vanidades al marco de las rentas y sueldos, pronto se salió de todo límite de prudencia, y no tardaron en aparecer los atrasos, las irregularidades, las deudas.
Largo tiempo estuvo Fray Baltasar entregado a su honda pena y olvidado por completo de la regla monacal; de pronto, suave claridad pareció iluminar su mente, y postrándose de hinojos exclamó: ¡Oh, raza pigmea y miserable de mortales! ¿No has comprendido, pecador Baltasar, que si Dios te ha privado de tu arte, ha sido únicamente porque te recreabas en admirar tu obra y enorgullecerte de ella? ¡Oh, vanidad de vanidades!
Palabra del Dia
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