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Aunque las noches fuesen cálidas, encendían hogueras, buscando la protección de las llamas y del humo contra los feroces mosquitos, dominadores de la llanura. Algunos segadores que poseían un poder instintivo de dominación trataban á sus camaradas como jefes.

Trataron, sin embargo, de pasar adelante, y dijeron que aquella manifestación era puramente moral; que no trataban de producir ningún trastorno, ni era agresiva su actitud, ni tenían más objeto que tributar un homenaje de admiración al héroe que había dado la libertad á su patria. "¡Cada uno á su casa! Atrás el retrato", dijo resueltamente Morillo. La defensa era imposible.

Apenas se conocía que había sido bonita. Los que la trataban no podían imaginársela en estado distinto del que se llama interesante, porque el barrigón parecía en ella cosa normal, como el color de la tez o la forma de la nariz.

Desde entonces se vio a Robillotti acompañado de un joven al parecer criollo, llevando con cierta elegancia un trajecito de saco, de esos que son una falsificación de última moda, hechos con toda conciencia por un sastre baratillero y que era de su misma opinión en todos los asuntos que trataban.

Porque era el oficial hombre galán, afable y divertido y se hacía querer de cuantos le trataban. Entraba en casa y se le consideraba como un hijo. Cuando vino repentinamente la orden al batallón de trasladarse á Vitoria, la noticia cayó como una bomba en aquella casa tranquila y conventual.

Nunca se han visto convertidores mas zelosos; unos á otros se perseguían con el mas fervoroso ahinco, escribian á Roma tomos enteros de calumnias, y se trataban de infieles y prevaricadores por un alma.

Dentro de casa, marido y mujer se hablaban muy poco, lo indispensable solamente. Para evitar la molestia que les produciría sentarse solos a la mesa tenían siempre algún convidado. Fuera se trataban con expansiva y natural confianza. Alguna vez Osorio iba a buscar a su esposa a última hora a la reunión o teatro donde se hallase. Pero esto era valor entendido en el mundo.

Los de fuera y los de dentro trataban con respeto, casi con veneración, a la ilustre señora, que era como una figurita de nacimiento, menuda y agraciada, la cabellera con bastantes canas, aunque no tantas como la de Barbarita, las mejillas sonrosadas, la boca risueña, el habla tranquila y graciosa, y el vestido humildísimo. Algunos días iba a comer allí, es decir, a sentarse a la mesa.

Que yo, según me trataban, creí de ellos que lo harían. Destapéme por ver lo que era, y al mismo tiempo, el que daba las voces me enclavó un gargajo en los dos ojos. Aquí se han de considerar mis angustias. Levantó la infernal gente una grita que me aturdieron, y yo, según lo que echaron sobre de sus estómagos, pensé que por ahorrar de médicos y boticas aguardan nuevos para purgarse.

¡Y en tanto Marcial y mi querido amo trataban de fijar día y hora para trasladarse definitivamente a bordo! ¡Y yo estaba expuesto a quedarme en tierra, sujeto a los antojos de aquella vieja que me empalagaba con su insulso cariño! ¿Creerán ustedes que aquella noche insistió en que debía quedarme para siempre a su servicio? ¿Creerán ustedes que aseguró que me quería mucho, y me dio como prueba algunos afectuosos abrazos y besos, ordenándome que no lo dijera a nadie? ¡Horribles contradicciones de la vida!, pensaba yo al considerar cuán feliz habría sido si mi amita me hubiera tratado de aquella manera.