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Actualizado: 22 de mayo de 2025


El Nacional insistía en sus creencias. El toreo era arte de otros tiempos, oficio de bárbaros, pero también tenía sus hombres dignos de iguales consideraciones que los demás. ¿Y de dónde sacas eso de reaccionario? dijo el doctor . eres una buena persona, Nacional, con los mejores deseos del mundo, pero también eres un ignorante. Eso exclamó don José , eso es la verdad.

La culpa de todo la tenía Fernando VII, señor; un tirano que al cerrar las universidades y abrir la Escuela de Tauromaquia de Sevilla había hecho odioso este arte, poniendo en ridículo al toreo. ¡Mardito sea el tirano, dotor!

Sentose Gallardo otra vez y Garabato la emprendió con la coleta, librándola del sostén de las horquillas y uniéndola a la moña, falso rabo con negra escarapela que recordaba la antigua redecilla de los primeros tiempos del toreo.

En el comité lo han vuelto medio tonto con sermones y soflamas. El toreo es un progreso continuó el doctor, sonriendo , ¿te enteras, Sebastián? un progreso de las costumbres de nuestro país, una dulcificación de las diversiones populares a que se entregaban los españoles de otros tiempos; esos tiempos de que te habrá hablado muchas veces tu don Joselito.

Los aficionados pobres que no asistían a las grandes corridas por ser cara la entrada, y esperaban al anochecer la salida de El Enano para comentar el mérito de unos lances no vistos, agrupábanse en torno del futuro maestro, protegiéndolo con la sabiduría de su experiencia. Nosotros decían con orgullo conocemos a las «estrellas» del toreo antes que los ricos.

Una cólera viril estremecía al marino después de toda jornada inútil transcurrida en la persecución de su personalidad invisible. ¡Si lo hace por interesarme más!... exclamaba . ¡Se acabó! No admito más toreo... Yo le demostraré que puedo vivir sin ella. Juró no buscarla.

Allí los gloriosos inventores de las suertes difíciles, los perfeccionadores del arte, los campeones macizos de la escuela rondeña, con su toreo reposado y correcto; los maestros ágiles y alegres de la escuela sevillana, con sus juegos y movilidades que arrebatan al público... y allí él, que en aquella tarde, embriagado por los aplausos, por el sol, por el bullicio y por la vista de una mantilla blanca y un pecho azul que avanzaban sobre la barandilla de un palco, sentíase capaz de las mayores audacias.

Miguel había oído varias veces citar su nombre entre los astros del toreo; pero como gloria pasada; tanto, que lo juzgaba retirado hacía tiempo. El hermano era un muchacho de veinticinco o veintiséis años, buen mozo, de rostro hermoso aunque algo afeminado. Merluza un jayán monstruosamente feo. Los dos aficionados, jovencitos barbilampiños, escuálidos, y vestidos a la última moda.

Indignábase ante la calma con que hablaban los médicos de la posibilidad de que Gallardo quedase inútil para el toreo. Eso no puede ser. ¿Ustedes creen lógico que Juan viva y no toree?... ¿Quién ocuparía su puesto? ¡Que no puede ser digo! El primer hombre del mundo... ¡y quieren que se retire! Pasó la noche en vela con los individuos de la cuadrilla y el cuñado de Gallardo.

Sin más defensa que el chaquetón, toreó a la bestia, alejándola de la señora y librándose de sus furiosas acometidas con graciosos quiebros. La muchedumbre, olvidando el reciente susto, comenzó a aplaudir, entusiasmada. ¡Qué felicidad! Asistir a un simple acoso y encontrarse con una corrida casi formal, viendo torear a Gallardo gratuitamente.

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