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Cuando vagaba al anochecer por el centro de Madrid, dejábase abordar en la Puerta del Sol y la acera de la calle de Sevilla por los vagabundos del toreo que forman corrillos en estos puntos, hablando de sus hazañas junto a los cómicos sin contrata y murmurando de los maestros con una rabia de desheredados.

En otros tiempos se hubiera considerado riquísimo con una pequeña parte de lo que poseía actualmente... Ahora era casi un pobre si renunciaba al toreo.

Lo mismo que si en Londres estableciera la «alta sociedad inglesa, un Club con el nombre de Círculo taurófilo, o de aficionados al toreo, para que me entiendan mejor los que no tienen muy hecho el oído a estas jergas grecolatinas.

Le gustaban las corridas de toros, y se hizo torero a los veinticuatro años, como podía haber adoptado otro oficio. El, además, sabía mucho, y hablaba con desprecio de los absurdos de la actual sociedad. No en balde se pasan varios años escuchando leer papeles. Por mal que le fuese en el toreo, siempre ganaría más y llevaría mejor vida que siendo un obrero hábil.

Yo me limitaré a decir, aunque se me tilde de poco patriótico, que prefiero el toreo portugués al castellano.

La muchedumbre encontró la fiesta muy de su gusto. El toreo se hizo democrático al convertirse en una profesión. Los caballeros fueron sustituidos por plebeyos, que cobraban al exponer su vida, y el pueblo entró en masa en las plazas como único señor, dueño de sus actos, pudiendo insultar desde las gradas a la misma autoridad que le inspiraba terror en la calle.

El común entusiasmo confundíales con los otros señores, grandes comerciantes o funcionarios públicos, que discutían con ellos acaloradamente las cosas del toreo, sin sentirse intimidados por su aspecto de pedigüeños. Todos, al ver al espada, le abrazaban o le estrechaban la mano, con acompañamiento de preguntas y exclamaciones. Juanillo... ¿cómo sigue Carmen? Güena, grasias.

Eran los enemigos del toreo andaluz, los madrileños netos, amargados por la injusticia de que todos los matadores fuesen de Córdoba y Sevilla, sin que la capital tuviera un representante glorioso. El recuerdo de Frascuelo, al que consideraban hijo de Madrid, perduraba en estas tertulias con una veneración de santo milagroso.

Pero como si en medio de su orgullo surgiese el recuerdo de las pasadas debilidades y creyera ver en los ojos del Nacional una expresión irónica, añadió: Son cosas que me dan antes de ir a la plaza... Argo así como los vapores de las mujeres. Pero llevas razón, Sebastián. ¿Cómo dices?... Dios u la Naturaleza, eso es: Dios u la Naturaleza no tieen por qué meterse en estas cosas del toreo.

Por más que trabajó, hasta no poder más en los quites, el pobre Cigarrero no consiguió captarse la benevolencia, ni siquiera el perdón del público. El Gordo, en su toro, estuvo como casi siempre, pasando de muleta con maestría y pinchando bastante mal. Lagartijo toreó el suyo sobre corto y con frescura, y se metió por derecho a volapié, dando una buena estocada, pero saliendo trompicado.