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Estaba frente á una alquería abandonada, y era «cosa antigua y de mucho mérito», al decir de los más sabios de la huerta: obra de los moros, según Pimentó; monumento de la época en que los apóstoles iban bautizando pillos por el mundo, según declaraba con majestad de oráculo el tío Tomba.

Primero llegaban las ovejas á la puerta de la escuela, metían la cabeza, husmeaban curiosas é iban retirándose con cierto desprecio, convencidas de que allí no había más pasto que el intelectual y valía poco. Después se presentaba el tío Tomba caminando con seguridad por aquella tierra conocida, pero con el cayado por delante, único auxilio de sus moribundos ojos.

Con permiso de usted, tío Tomba: hace más de dos horas que estamos hablando. Tengo que continuar la lección. Y mientras el pastor, despedido cortésmente, guiaba sus ovejas hacia el molino, para repetir allí sus historias, empezaba de nuevo en la escuela el canturreo de la tabla de multiplicar, que era para los discípulos de don Joaquín el gran alarde de sabiduría.

Además, las bromas de la fábrica habían embotado su susceptibilidad. Cargóse el cántaro y subió los peldaños, pero en el postrero le detuvo la vocecita mimosa de la sobrina de Pimentó. ¡Cómo mordía esta sabandija!... Nunca sería la mujer del nieto del tío Tomba. Era un infeliz, un «muerto de hambre», pero muy honrado é incapaz de emparentar con una familia de ladrones.

Roseta se mostraba tranquila: había conocido á su compañero apenas la saludó. Era Tonet, el nieto del tío Tomba, el pastor: un buen muchacho, que servía de criado al carnicero de Alboraya, y de quien se burlaban las hilanderas al encontrarle en el camino, complaciéndose en ver cómo enrojecía, volviendo la cara, á la menor palabra.

El tío Tomba que hasta por las sendas iba siempre conversando con sus ovejas, hablaba al principio con lentitud, como hombre que teme revelar su defecto; pero la charla del maestro iba enardeciéndole, y no tardaba á lanzarse en el inmenso mar de sus eternas historias.

Pasados estos incidentes volvía otra vez la lección cantada, y la arboleda parecía estremecerse de fastidio al tamizar entre su ramaje este monótono sonsonete. Algunas tardes oíase un melancólico son de esquilas, y toda la escuela se agitaba de contento. Era el rebaño del tío Tomba que se aproximaba. Todos sabían que llegando el viejo con su ganado había un par de horas de asueto.

De este encuentro surgió un motivo más de cólera para toda la huerta. El tío Tomba ya no podía meter sus ovejas en aquellas tierras, después de diez años de pacífico disfrute de sus pastos. Nadie decía una palabra sobre la legitimidad de la negativa de su ocupante al estar el terreno cultivado.

Pues á su novio, el nieto del tío Tomba. ¡Vaya un acomodo! Y las treinta bocas crueles empezaron á reir como si mordieran; no porque encontrasen gran chiste á la cosa, sino por abrumar á la hija del odiado Batiste. ¡La «Pastora»!... dijeron algunas . ¡La «Divina Pastora»!... Roseta alzó los hombros con expresión de indiferencia. Esperaba este apodo.

Hacía muchos años, muchos en los tiempos que el tío Tomba, un anciano casi ciego que guardaba el pobre rebaño de un carnicero de Alboraya, iba por el mundo, en la partida del Fraile, disparando trabucazos contra los franceses , estas tierras fueron de los religiosos de San Miguel de los Reyes, unos buenos señores, gordos, lustrosos, dicharacheros, que no mostraban gran prisa en el cobro de los arrendamientos, dándose por satisfechos con que por la tarde, al pasar por la barraca, les recibiera la abuela, que era entonces una real moza, obsequiándolos con hondas jícaras de chocolate y las primicias de los frutales.