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Actualizado: 22 de octubre de 2025


Es hora de almorzar. El gran atractivo de la excursión, el que había arrancado a casi toda aquella gente de sus palacios para trasladarla a región tan áspera y triste, era un proyectado almuerzo en el fondo de la mina. Cuando Clementina lo anunció a los tertulios en uno de sus tresillos, hubo una verdadera explosión de entusiasmo . "¡Qué cosa tan original!... ¡Qué extraño!... ¡Qué hermoso!"

Tenía además la intendenta otro defecto que, apesar de su acreditada paciencia, solía indignar a los pretendientes; se dormía a menudo en la butaca y los tenía toda la noche hablando entre y en voz baja; noches perdidas para el bloqueo de la plaza, que causaban profundo desaliento en los tertulios.

Pero en aquel instante entraron en el comedor dos nuevos tertulios y se suspendió la conversación. Ninguno de los dos llegaría a veinticinco años: dieron la mano con gran confianza a los señores y besaron a los niños, lo cual testimoniaba su amistad con la familia de Rivera.

Los tertulios escucharon dos o tres minutos con atención: luego cada cual anudó la conversación interrumpida con su vecino. De tal suerte que a los cinco minutos nadie escuchaba a la notable joven más que su entusiasta mamá.

Eran las diez de la noche cuando subían ambas los peldaños de piedra, que rezumaban siempre por la humedad, de la vasta escalera señorial de los Quiñones. Al llegar arriba Emilita prohibió al criado que las anunciase. Ella misma abrió la puerta del salón y empujó a Fernanda hacia adentro. Fue una aparición que dejó extáticos por un instante a los tertulios.

Las dos hijas solteras que se encontraban en el círculo de los tertulios pasaban ya de los treinta, y vestían el traje con que iban a representar, lo mismo que la nieta. Estaba también el padre de ésta, viudo, hijo de la señora, y que no habitaba la casa porque sus costumbres independientes no se compadecían con el régimen austero que allí se observaba.

En el Saloncillo se esperaba con ansia el telegrama del prohombre, anunciando su salida. El rostro de todos los tertulios expresaba gozo y triunfo, brillaba con la esperanza de que pronto podrían dar algunos golpes contundentes a sus adversarios. Estos andaban mohinos y recelosos, disimulando, no obstante, lo mejor que podían su despecho. Afectaban no conceder importancia a la venida del Duque.

Los casaban por vocación irresistible de su espíritu, por una necesidad de su organismo, como teje la araña la tela y cantan los pájaros en el bosque. Una vez enlazados por el vínculo matrimonial, los tertulios, lo mismo hombres que mujeres, perdían todo su atractivo para las señoritas de Meré.

Al cruzarse con los tertulios, Manuel Antonio, con el desparpajo que le caracterizaba, gritó: «Buenas noches barónPero éste volvió hacia ellos el rostro espantable, los miró fijamente con sus ojos encarnizados y siguió adelante sin contestar. El marica, corrido, dijo: ¡Va borracho, como siempre! Todos asintieron burlando.

Escribí algunos artículos de costumbres en los periódicos, y aunque no me dieron un cuarto por ellos, tuve la satisfacción de que Collantes declarase solemnemente, a la hora de almorzar, que «dramático, lo que se llama dramático, no lo sería nunca, pero en el género descriptivo podría aún dar mucho juego». Con este fallo tan lisonjero, confirmado por los tertulios del Oriental, quise volverme loco de alegría y me puse desde entonces con tanto afán a describir cuanto se me ofrecía delante, como si Dios me hubiera mandado al mundo exclusivamente con ese objeto.

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