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Actualizado: 25 de junio de 2025


Me causa risa el pensamiento de que yo pudiera decidirme por uno de ellos. No son estos hombres los que me harán perder la cabeza. Pero aunque alguno de los tres me interesase, guardaría mi prudencia, temiendo lo que harían ó dirían los demás al verse desahuciados. Es mejor mantenerlos á todos en la inquieta felicidad de la esperanza.

En cuanto a la oración, Ana decía que recitar de memoria plegarias era un ejercicio inútil, soporífero, que irritaba los nervios; las repetía cien veces, para fijar en ellas la atención, y llegaba a sentir náuseas antes de conseguir un poco de fervor.... «Nada, nada de eso; no hay cosa peor que rezar así, respondía el Magistral; a la oración ya llegaremos; por ahora en este punto basta con sus antiguas devociones». Y, aunque temiendo los peligros de la fantasía de Ana, por no perder terreno, tenía que dejarla abandonarse a los espontáneos arranques de ternura piadosa que venían sin saber cómo, a lo mejor, provocados por cualquier accidente que ninguna relación parecía tener con las ideas religiosas.

Me han robado mi única familia murmuraba con desaliento. Me han quitado el cariño del único ser que me quedaba. Ya no soy para ella la niña de antes; no hay más que ver cómo me mira, cómo se aparta temiendo mi contacto... Y todo por ti, por amarte, por no haber sido cruel. ¡Ay, aquella noche! ¡cómo la he de llorar!... ¡cómo presentía yo estas tristezas!... Rafael estaba aterrado.

En un momento dado, como ella se inclinase demasiado hacia afuera, el guarda general se atrevió a asirla por la cintura como temiendo que se pudiese caer.

Tikâ, la pellizcó temiendo que por ello encareciese más sus alhajas el joyero. Cpna. Tikâ seguía pellizcando á su hija aun despues que se hubo casado. Ahí tiene usted brillantes antiguos, repuso el joyero; ese anillo perteneció á la princesa de Lamballe, y esos pendientes á una dama de María Antonieta.

Yo estaba temiendo un conflicto. Pero no lo hubo. Aquella misma noche se mudó el catalán de la casa. Aunque no tan asiduamente como antes, continuaba asistiendo a la tertulia de las de Anguita, cuidando, por supuesto, de salir antes de las once. Joaquinita seguía persiguiéndome con sus cuartos de hora de conversación zalamera, empalagosa.

En la noche se vieron á más corta distancia. Vivían en el mismo hotel, un alojamiento igual á todos los de los pequeños puertos, con excelente comida y dormitorios inmundos. Sus mesas estaban próximas, y Ferragut, después de un saludo fríamente contestado, pudo contemplar á las dos señoras, que hablaban poco y en voz baja, temiendo ser escuchadas por el vecino.

Su ánimo fue pasando rápidamente del mayor desaliento a la más caprichosa esperanza, y por fin, tras muchas alternativas de animación y desfallecimiento, temiendo que lo novelesco degenerase en ridículo, decidió no volver a poner nunca los pies en casa del señor de Ágreda, ni a pasar jamás por Recoletos a las horas de misa.

El alboroto había subido de tal suerte y la gritería era tan escandalosa, que algunos balcones de la vecindad dejaron escapar un chirrido y se abrieron discretamente. Las cabezas investigadoras que por ellos asomaron, no logrando enterarse de lo que ocurría y temiendo resfriarse, se retiraron al instante.

Un martillazo dado por inadvertencia en una arista saliente hizo que las dos enormes valvas de plata se abriesen de pronto, lo mismo que una concha gigantesca, lanzando un crujido metálico. Los hombres de fuerza se apresuraron á tirar de ellas, temiendo que se cerrasen, y quedó visible su interior.

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