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Actualizado: 23 de junio de 2025


Derramó primero su mirada fascinadora, olímpica, por las butacas, dejando temblorosas y subyugadas a todas las niñas casaderas que por allí andaban esparcidas: después, con arranque sereno como el vuelo de un águila, alzóla al palco número once. No pudo reprimir un movimiento de sorpresa. ¿Con quién hablaba Clementina tan íntimamente? No conocía a aquel joven. Le dirigió sus diminutos gemelos.

Por los balcones del palacio de los duques empezaron a divisarse, tendidas en doble fila a lo largo de las calles, luces de gas temblorosas y amarillentas, que se reflejaban como en un espejo en las húmedas losas de las aceras.

Recibía de tarde en tarde cartas del poeta, cada vez más breves y más tristes, con letras temblorosas que delataban su decadencia. Al entrar en el despacho sintió la misma impresión de los durmientes de las leyendas, que creen despertar después de unas horas de sueño y han dormido docenas de años.

Quiero más sentarme aquí que á la diestra de Dios Padre. Soledad se encogió de hombros con desdén y murmuró: ¡Tardaba ya mucho! Estaba inquieta desde que Antoñico se había acercado á María-Manuela. Sus ojos se clavaban coléricos en ellos y querían pulverizarlos. Las palabras temblorosas de Velázquez le parecían un ruido molesto, la ponían aún más nerviosa.

Y el señor Aubry atraía hacia a Juan, con sus manos temblorosas. Escucha, voy a decirte el medio... ¡ah, ah! vas a quedar contento... escúchame... voy a darte el... ¡Ah, Dios mío!... Yo... ¿qué, qué? te daré... daré... mi querida hija... ¡, eso es!... ¡María Teresa a ti... a ti! trabajarás para ella, ... para que sea siempre feliz... ¿Juan, Juan? promete... promete...

Las temblorosas llamas del gas se reproducían hasta lo infinito en las grandes lunas venecianas, que, multiplicando las imágenes, creaban una confusión extraña, y empezaba a reinar ese desorden propio de todo sitio donde se divierten muchos a la vez.

Hija mía, ¿qué es lo que ha pasado por ti? ¿Qué te ha obscurecido así la razón? ¡Mi pobre, pobre y querida niña! Luego se levantó de un salto y buscó con sus manos temblorosas su sombrero y su abrigo. ¡Socorrer! ¡socorrer! ¡arrancar su víctima a la muerte! He ahí el pensamiento que, por el momento, le llenaba el espíritu.

Los mozos del pueblo pinchaban a las fieras desde lugar seguro, y la gente buscaba motivo de diversión, más aún que en el toro, en los «toreros» venidos de Sevilla. Tendían éstos sus capas con las piernas temblorosas y el ánimo reconfortado por el peso del estómago. Revolcón, y grande algazara en el público.

Gertrudis lanza un grito estridente. Juan de este lado, en peligro de muerte... al otro lado, Martín fuera de ... El hacha brilla... Pero detrás de ella está la cadena, la anilla de hierro que le toca la cabeza... La toma con sus manos temblorosas, se cuelga de ella con todas sus fuerzas; y, en el momento mismo en que Martín va a poner el pie en el puentecillo, éste se levanta crujiendo.

No se desprendía de este sello ni por un solo momento; aquella divisa, insignificante para otra cualquiera y para ella tan expresiva, no podía pertenecer más que a ella misma. ¡De Judit procede esta carta! exclamó Arturo. Y la dejó escapar de sus temblorosas manos. Pues bien, eso implica la seguridad de que existe aún y piensa en usted... Debe, pues, estar satisfecho.

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