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Actualizado: 12 de junio de 2025
Entró Martín en el caserío Zalacaín. El tejado no existía; sólo quedaba un rincón de la antigua cocina con cubierta. Bajo este techo, entre los escombros, había un hombre sentado escribiendo y un chiquillo ocupado en cuidar varios pucheros. ¿Quién vive aquí? preguntó Martín. Aquí vivo yo contestó una voz. Martín quedó atónito. Era el extranjero. Al verse se estrecharon las manos afectuosamente.
Cuatro o seis palomas blancas cruzan volando lentamente; al final de la calleja, bañada por el sol, resalta la nota roja de un refajo. Y en el horno cercano comienza el rumor de comadres que entran y salen con sus tableros en la cabeza. Se percibe un grato olor a sabina y romero quemados; una blanca columna de humo surte del tejado terrero; parlan a gritos la hornera y las vecinas.
No había más remedio que dilatar el experimento, tanto por esto cuanto porque convenía hacerlo a la luz del día. Cogió a su nieto, y sin decirle palabra lo llevó hasta una pieza que había debajo del alero del tejado y servía de trastera. Al abrir la puerta y ver aquella cueva tenebrosa, el niño retrocedió asustado. No, yo no entro ahí, abuelito.
A pesar de su abuhardillado techo, las estancias eran desahogadas y capaces, y la infinidad de pontones y vigas de oscura madera que soportan la armazón del tejado le daban cierto misterioso recogimiento de iglesia, formando como columnatas y rincones sombríos en que puede descansar la fatigada vista.
Luego rió viendo cómo corría, con una agilidad de insecto saltador, de tejado en tejado, agitando sus velos como las alas de una mariposa blanca, bordeando el abismo de los profundos patios, para llegar hasta la mujercita de birrete doctoral que le aguardaba llevándose ambas manos al pecho, henchido de emoción.
Volvieron y subieron a San Pedro de la Rua, iglesia colocada en un alto, a la cual se llegaba por unas escaleras desgastadas, entre cuyas losas crecía la hierba. Sentémonos aquí un momento dijo el extranjero. Bueno, como usted quiera. Desde allí se veía casi todo Estella, y los montes que le rodean, abajo el tejado de la cárcel y en un alto la ermita del Puy.
El diablo, que es agudo en todo, ordenó que venida la noche, yo deseoso de gozar la ocasión, me subí al corredor, y por pasar desde él al tejado que había de ser, vánseme los pies y doy en el de un vecino escribano tan desatinado golpe, que quebré todas las tejas y quedaron estampadas en las costillas.
Llegó a admirarla como un bruto: el ideal de la belleza se encarnó para él en sus carnes frescas, sonrosadas y un tanto crasas. El cuarto de la planchadora era una verdadera estufa en las tardes de verano. La proximidad del tejado, lo bajo del techo y la hornilla encendida se conjuraban para hacerlo intolerable.
Pero hay todavía para diez sesiones... Tengo otra pelota en el tejado... pero ésta es la mar... figúrate que la primera vez que vino a verme descubrió el bueno de papá Nicholson, curioseando en mis cartones, el bosquejo de cuatro grandes recuadros representando las cuatro estaciones... se ha enamorado de aquéllos y quiere que se los pinte para su comedor de Chicago... Ya ves que nada se rehusan, en Chicago... Cuatro pedazos de pinturas de tres metros por dos... ¡como quien no dice nada!... «Pero, señor le dije , para dar a usted gusto tendría que consagrar exclusivamente a esa obra un año de vida... por lo menos... y francamente, mis medios no me lo permiten...» ¡Motivo de más para estimular al buen señor, que me ha ofrecido una fortuna!... ¡Y como al fin tengo mujer e hija, es ésta una ocasión para asegurarles su porvenir... por cuyo motivo he aceptado!
El sol se había retirado ya, dejando sobre el tejado de las casas consistoriales un gran pedazo de cielo teñido de leve tinta rosada, que hacia el cenit tomaba matices azules y hacia el horizonte amarillos. Los habitantes de la villa discurrían por las calles evacuando los últimos negocios del día y gozando aquel suave crepúsculo, al que no estaban avezados.
Palabra del Dia
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