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Actualizado: 12 de mayo de 2025


Bobo, más que bobo». Maximiliano la despreciaba y se lo decía: «Lárgate de aquí, sinvergüenza, o te quito todas las muelas de una bofetada». «¿Vusté, vusté?, ja, ja. Si le cojo, del primer borleo va a parar al tejado». Más valía no hacerle caso. Era una inocente que no sabía lo que se decía.

La casa del Indostán es alta como ellas. La de Persia es ya un castillo, de rica loza azul, porque allí saltan del suelo las piedras preciosas, y las flores y las aves son de mucho color. Parece una familia de casas la de los hebreos, los griegos y los romanos, todas de piedra, y bajas, con tejado o azotea; y se ve, por lo semejantes, que eran del país la casa etrusca y la bizantina.

Durante su sueño el vecindario había tapiado todos los huecos y salidas, y el chueta tuvo que salvarse por el tejado, entre las risotadas de la gente, que celebraba su obra. Esta broma sólo era a guisa de advertencia; si persistía en ir contra las costumbres del pueblo, alguna noche despertaría entre llamas.

Examino á mis dos servios mientras hablan. Son mocetones carnosos, esbeltos, duros, con la nariz extremadamente aguileña, un verdadero pico de ave de combate. Llevan erguidos bigotes. Por debajo de la gorra, que tiene la forma de una casita con doble tejado de vertiente interior, se escapa una media melena de peluquero heroico.

A la izquierda del camino, antes de la muralla, había hace años un caserío viejo, medio derruído, con el tejado terrero lleno de pedruscos y la piedra arenisca de sus paredes desgastada por la acción de la humedad y del aire.

Buscó en la cerca de espinos una brecha que conocía de la época en que rondaba la casa. La pasó, y sus pies se hundieron en la tierra fina y arenisca de las calles de naranjos. Sobre las copas de estos aparecía la casa blanquecina bajo la luna, brillando como plata las canales del tejado y los antepechos de las ventanas. Todas estaban cerradas: la casa dormía.

Hoy he subido a los altos del castillo con el objeto de hacer una visita a una anciana soltera de ochenta años, que vive gracias a una corta pensión que le han dejado y a haberle cedido, sin pagar retribución alguna, una pequeña habitación bajo el tejado del edificio. Vive en compañía únicamente de una gallina dócil como un perro. Esta viejecita se llama la señorita Felicidad.

La plaza está desierta; picotean al sol unas gallinas; triscan sobre el tejado del convento los pájaros; en la lejanía, a la derecha, se pierde un camino ancho, bordeado por largos liños de olmos desnudos. Suena lenta una campanada larga, y después otra campanada larga, y después tres campanadas finas y breves... Es mediodía. Regreso a la posada.

Hincábame de rodillas y ni por esas ni por esotras bastaba con el escribano. Todo esto pasaba en el tejado, que los tales, aun de las tejas arriba levantan falsos testimonios. Dieron orden de bajarme abajo y lo hicieron por una ventana que caía a una pieza que servía de cocina. Libro Tercero: Capítulo VI: Prosigue el cuento, con otros varios sucesos.

No cerré los ojos con toda la noche, considerando mi desgracia, que no fue dar en el tejado sino en las manos del escribano, y cuando me acordaba de lo de las ganzúas y las hojas que había escrito en la causa, echaba de ver que no hay cosa que tanto crezca como culpa en poder de escribano.

Palabra del Dia

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