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En las blancas paredes de las casas, las luces de los cirios y las puertas iluminadas de las tabernas trazaban un reflejo temblón de sombras y resplandores de incendio.

En los ventorrillos de la campiña, en las chozas de carboneros de la sierra, en todas partes donde se juntaban hombres para beber, él lo pagaba todo con largueza. En las tabernas de Jerez organizaba juergas de estruendo, abrumando con su generosidad a los señoritos.

Pronto se desentendieron de Galba, el ofendido esposo y padre desconsolado, y pusieron en duda la sinceridad de su dolor; pero guardaron su cómica compasión para el coronel Roberto, abrumando a este hombre, hombre excelente, con intempestiva simpatía manifestada en las tabernas, salones públicos y otros lugares no menos inadecuados para demostraciones de tal género.

Invitamos a algunas muchachas de aire equívoco a tomar algo en los cafés y tabernas; pero al vernos borrachos huían. Aburridos, cansados, dimos con nuestros cuerpos en una tienda de montañés próxima a la Puerta del Mar. Aquella noche hice yo un gasto de cólera y de rabia inútil. Al entrar en la taberna vi a un hombre moreno, mal encarado, que me miraba de una manera aviesa. Debía de ser un matón.

Y apostaría a que lo he visto este invierno en casa. ¡Dios mío! ¿será uno de los treinta y cuatro? Volveremos a empezar otra vez. Ese mismo día, a las siete y media, Juan fue a buscar al cura al presbiterio, y los dos tomaron el camino del castillo. Hacía un mes que un verdadero ejército de obreros se había apoderado de Longueval; las fondas y tabernas del lugar, ganaban una fortuna.

Aquella noche no se dormía en la ciudad. Hasta las viejas de timoratas costumbres, recluidas siempre en sus viviendas a la hora del rosario, velaban ahora para contemplar, cerca de la madrugada, el paso de las innumerables procesiones. Eran las tres de la mañana y nada indicaba lo avanzado de la hora. La gente comía en cafés y tabernas.

Poco a poco mi cólera disminuyó, y se fué convirtiendo en una profunda melancolía. Todo me parecía triste; en la cosa más sencilla e inocente encontraba motivo para una reflexión lúgubre. Llegaban a molestarme tanto estas ideas, que, para ahogarlas, tomé la costumbre, al llegar a Manila, de ir a las tabernas a emborracharme.

En las tabernas, que no eran pocas, se oía mucha algazara. Era ya casi noche. Úrsula le fue guiando al través de aquella calle larga y tortuosa, que era la única de la parroquia de San Pedro, hasta una plazoleta en cuyo centro bailaba un grupo de muchachas. La batelera se detuvo delante de una casa vieja con escudo sobre la puerta, y se arrimó a la ventana de la tienda donde había estanquillo.

En Sama se comía carne fresca todos los días. En la Pola, salada todo el año, excepto cuando á algún vecino se le antojaba sacrificar una res y vender una parte de ella. En Sama había ya un café con mesas de mármol. En la Pola sólo algunas tabernas indecorosas.

En cada calle había varias tabernas, y a la puerta de ellas alegres compadres con el sombrero echado atrás y el chaleco abierto, que llevaban perdida la cuenta de las cañas bebidas para olvidar el martirio y muerte del Señor. Al ver al imponente guerrero lo saludaban, ofreciéndole de lejos un vaso lleno de líquido oloroso color de ámbar.