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Las ocho de la mañana serían ya bien sonadas cuando el señorito Octavio abrió los párpados despegándose del sueño febril que le embargara desde el amanecer. Muy lejos de concederle descanso y reparar sus gastadas fuerzas, le dejó más inquieto y molido que nunca: las mejillas pálidas; un círculo oscuro, amoratado en torno de los ojos.

El cuarto aquel era curioso. La cama se ostentaba lo más horizontal que le era posible sobre dos banquillos, cuyas tablas sostenían un jergón de tan tortuosa superficie, que el durmiente rodaba en él de cima en cima antes de poder conciliar el sueño.

Míster Jones bajó; no tenía sueño. Disponíase a proseguir el montaje de la carpidora, cuando vió llegar inesperadamente al peón a caballo. A pesar de su orden, tenía que haber galopado para volver a esa hora. Culpólo, con toda su lógica nacional, a lo que el otro respondía con evasivas razones.

La víspera de la fuga, había pasado toda la noche escribiendo. Sabía que no podía enviarle más que una palabra de saludo, pero había escrito toda la noche. A bordo un sueño penoso, una grave pesadilla lo había abrumado.

El padre se durmió, por último, pero con un sueño que asustó bastante a su fiel criado; sueño fatigoso, acompañado de un ronquido o silbo a manera de estertor. Su rostro estaba demudado y más pálido y ojeroso que ordinariamente. Ramón, con todo, tal respeto tenía a las órdenes que su amo le daba, que no se atrevió a llamar al médico. Tampoco se atrevió a despertar al Padre.

Allí empieza un indescriptible baño ruso; el calor sofocante, pesado, mortal, aleja el sueño e impide a la imaginación esos viajes maravillosos que suelen compensar el insomnio y a los que excita allí la bella y serena majestad de la noche. A la mañana siguiente, apenas apunta el alba, de nuevo en camino.

La mayor parte de la noche fue de completo desvelo, de verdadero insomnio. Era necedad resistirse a la evidencia; desvelado... ¡y casi febril! ¡Quitarle el sueño una mujer!

No faltan madrugones que iluminan las vidrieras de las granjas, y en las cresterías de piedra de la abadía de Montmajour, los quebrantahuesos aletargados todavía por el sueño revolotean entre las ruinas. Sin embargo, encontramos ya, a lo largo de las zanjas, campesinas viejas que van al mercado, trotando en sus borriquillos.

Cuando salió, el cochero dormía en el pescante. Había encendido los faroles del coche y esperaba, seguro de cobrar caro aquel sueño. Don Fermín entró en casa de don Pompeyo a las nueve menos cuarto. La sala estaba llena de curas y seglares devotos. Todas las hijas de Guimarán salieron al encuentro del Provisor, cuyo rostro relucía con una palidez que parecía sobrenatural.

Después que te hayas dado, pasaremos lo que resta de la noche cantando, yo mi ausencia y tu firmeza, dando desde agora principio al ejercicio pastoral que hemos de tener en nuestra aldea. -Señor -respondió Sancho-, no soy yo religioso para que desde la mitad de mi sueño me levante y me dicipline, ni menos me parece que del estremo del dolor de los azotes se pueda pasar al de la música.