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Actualizado: 16 de mayo de 2025
Los únicos que mantenían la algazara de la fiesta eran los que, tostados y sudorosos, salían por las puertas del sol golpeándose amigablemente con las arrugadas botas y las vacías calabazas, dando a entender a gritos que el contenido de aquéllas se hallaba en lugar seguro y servía para algo.
Los hermanos rozaban sus harapos de golfos libres con el uniforme, que les admiraba, y no sabiendo qué decir al asilado, enseñábanle en silencio sus juguetes groseros, sus tesoros, los relucientes botones de soldado, los naipes rotos, los trompos, las «estampas» de un periódico ilustrado, guardadas, en sudorosos pliegues, entre la camisa y la carne.
Iba á comenzar la parte más interesante de la fiesta. Los mineros bilbaínos, rojos y sudorosos en su digestión de ogros, fumando como chimeneas y eructando el champagne, ocuparon los mejores sitios desafiando á todos con sus retos. ¡A ver! ¿quién quería apostar? No había que tener miedo por cantidad más ó menos: había cartera de sobra para todos.
La música dominaba a intervalos el rumor de las conversaciones; la atmósfera se iba cargando hasta hacerse enojosa; la temperatura aumentaba por momentos; el abrasado ambiente de la sala parecía luchar con el fresco que penetraba del jardín por los anchos balcones en suaves ráfagas, y entre aquel mar de luz o torbellino de colores, se percibía el olor extraño que formaban los aromas de las flores, los perfumes de tocador y el calor de los sudorosos cuerpos.
Al principio no vió nada; pero lentamente, empujado por la curiosidad de los que estaban detrás de él, fué abriéndose paso entre los cuerpos sudorosos y apretados, hasta verse en primera fila. Algunos espectadores estaban sentados en el suelo, con la mandíbula apoyada en ambas manos, la nariz sobre el borde de la mesilla y la vista fija en los jugadores, para no perder detalle del famoso suceso.
Dos noches enteras necesitaban los compadres para llegar a Jerez, caminando encorvados, sudorosos en pleno invierno, zumbándoles los oídos, con el pecho oprimido por la carga. Acercábanse trémulos de inquietud a ciertos pasos de la sierra donde se apostaban los enemigos.
Todo el camino parece andar con él. Los viejos moruecos vienen a vanguardia, con los cuernos hacia adelante y aspecto montaraz; sigue a éstos el grueso de los carneros, las ovejas algo fatigadas y los corderos entre las patas de sus madres, las mulas con perendengues rojos, llevando en serones los lechales de un día, meciéndolos al andar; en último término, los perros, sudorosos y con la lengua colgante hasta el suelo, y dos rabadanes, grandísimos tunos, envueltos en mantas encarnadas, que les caen a modo de capas hasta los pies.
Mozos pálidos y sudorosos, como si fuesen a morir, avanzaban hasta el «paso», con el sombrero perdido, el chaleco desabrochado, apoyados blandamente en los hombros de los camaradas, y entonaban una «saeta» con voz de agonizante. A la entrada de la calle, en las aceras de La Campana, quedaban tendidos de bruces varios «macarenos», como si fuesen los muertos de esta gloriosa expedición.
Los cabellos retintos del joven dejaban caer dos lacios mechones sudorosos sobre la frente, los párpados estaban como aureolados de misterio, y sobre la palidez mate del rostro, el labio acentuaba su carminoso brillo. Casilda llamole: ¡Mi señor! ¡mi señor! La recadera traía malas noticias.
Y termina el señor Cané su descripción de Fort-de-France con estas líneas en que trasmite la impresión que le causó un bamboula: «...Me será difícil olvidar el cuadro característico de aquel montón informe de negros cubiertos de carbón, harapientos, sudorosos, bailando con un entusiasmo febril bajo los rayos de la luz eléctrica.
Palabra del Dia
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