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Quisieron mis hados, o por mejor decir mis pecados, que una noche que estaba durmiendo, la llave se me puso en la boca, que abierta debía tener, de tal manera y postura, que el aire y resoplo que yo durmiendo echaba salía por lo hueco de la llave, que de cañuto era, y silbaba, según mi desastre quiso, muy recio, de tal manera que el sobresaltado de mi amo lo oyó y creyó sin duda ser el silbo de la culebra; y cierto lo debía parecer.

No quiero yo que en el espíritu peque contra la carne; pero no quiero tampoco que la hermosura de la materia, que sus deleites, aun los más delicados, sutiles y aéreos, aun los que más bien por el espíritu que por el cuerpo se perciben, como el silbo delgado del aire fresco, cargado de aromas campesinos, como el canto de las aves, como el majestuoso y reposado silencio de las horas nocturnas, en estos jardines y huertas, me distraigan de la contemplación de la superior hermosura, y entibien ni por un momento mi amor hacia quien ha creado esta armoniosa fábrica del mundo.

Me denuesta la envidia... ¡No me importa! Yo prosigo impasible la jornada, ¡el vuelo del condor jamás se acorta al silbo del reptil de la hondonada! No mendigo un aplauso lisonjero, ni algún laurel para calmar mi angustia. El aplauso es un ruido pasajero, y el laurel, verde rama que se mustia.

Silbó la locomotora, prolongada, triste, agudamente; lanzó después sordos bufidos de angustia, cual si le costase esfuerzos supremos remover el cortejo de vagones que le seguían; por último, empezó a caminar suave y majestuosamente; después con más celeridad, aunque no mucha.

Bien conozco tu silbo venenoso. Los aplausos efusivos que han asfixiado tu glosa intempestiva, sírvante de lección y correctivo.

Silbó la locomotora, pequeña como un juguete, salió á toda velocidad por debajo de los cobertizos inmediatos, arrastrando el enorme tanque, en cuyos bordes se agitaba el líquido rojo, siguiendo el traqueteo de las ruedas. Aresti, casi cegado por tanto resplandor, tomó la mano del ingeniero. ¡Guíame, Virgilio! dijo riendo. Yo voy como el poeta de los infiernos: cuida de que no nos quememos.

Si yo tuviese sus onzas, sus onzas.... ¡ole con ole! Pero di, ¿y te parece a ti, que no hay gato encerrado en lo de Artegui y Lucía? ¡Pch! no silbó Perico, que a diferencia de su hermana, no era maldiciente, sino cuando se irritaba contra alguno . Ese Artegui tiene sangre de horchata, de horchata, y estoy segurísimo de que ni esto, ni esto le ha dicho.

Esta noche, el dolor de mi triunfo te asesina. ¡Muérete, muérete, miserableDígase, en honor de la verdad, que en aquellos mismos instantes, Belarmino, el reptil, practicaba peregrinos arpegios con su silbo, pero era en el lecho, durmiendo y roncando a pierna suelta, a par de Xuantipa, y soñando que sostenía un coloquio exquisito, sentados entrambos sobre las nubes, con Meo de Clerode, el distinguido filósofo de Kenisberga.

Casi al mismo tiempo silbó una bala, seguida de una detonacion: Mautang soltó el fusil, lanzó un juramento y llevándose ambas manos al pecho cayó girando sobre mismo. El preso le vió revolcándose en el polvo y arrojando sangre por la boca. ¡Alto! gritó el cabo poniéndose súbitamente pálido. Los soldados se pararon y miraron en torno.

Al fin se apartaron y D. Prisco, llevándose el pañuelo á los ojos para enjugar una lágrima, murmuró sordamente: ¡Miseria humana, D. Félix, miseria humana! El capitán bajó la cabeza resignado. En aquel momento se oyó el silbo prolongado de la locomotora que cruzó rauda con infernal estrépito. Uno y otro la miraron con más estupor que cólera.