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Actualizado: 17 de julio de 2025
Ella estaba junto a los cristales, me veía, me saludaba y cerraba las maderas del balcón de su cuarto. Yo necesitaba estar solo para saborear mi felicidad, y en vez de ir al casino o a mi casa, me marchaba al Rompeolas, me sentaba en el pretil con las piernas para afuera y miraba el mar a la luz de la luna o a la luz de las estrellas, retorciéndose en torbellinos furiosos.
Ganando siete reales por once horas de trabajo, era una sedienta de ideal; y acostumbrada al lenguaje de las madres sin ventura, de las mártires del amor, de todas aquellas señoras pálidas, ojerosas y vestidas de blanco que saludaba en las obras favoritas, hablaba en la intimidad con cierto sabor sentimental de novela por entregas.
¡Cuán lejanas le parecían ahora las luchas sostenidas hasta un mes antes!... El millonario experimentó una gran sorpresa al ver cómo el sacerdote, saliendo de su casa para entrar en la iglesia, saludaba al pasar al alcalde con una sonrisa amistosa. Después de largos años de mutismo hostil se habían encontrado en la tarde del 1.º de Agosto al pie de la torre de la iglesia.
Al volver Maltrana a casa, antes de cerrar la noche, caía algunas veces en medio de esta tertulia. La vieja, al verle, le saludaba con grandes aspavientos, como si fuese ella la dueña de la casa.
La hija de Escudero sufría mucho con esta repulsa, pero la encontraba justificada y aun por ella profesaba hacia el duque un respeto sin límites. La duquesa, en cambio, se le había mostrado propicia. La saludaba desde su coche en el Retiro con extrema amabilidad, la convidó a su palco del Real dos o tres veces y le envió un precioso regalo el día de su cumpleaños.
Después, vacilando sobre sus piernas, súbitamente desfallecida, se llevó el pañuelo á los ojos y rompió á llorar desesperadamente. En el estudio Al abrir una tarde la puerta, Argensola quedó inmóvil, como si la sorpresa hubiese clavado sus pies en el suelo. Un viejo le saludaba con amable sonrisa. Soy el padre de Julio.
Creíase motor del misterioso reloj del tiempo. Dale que le dale, había llegado al fin la hora, y la manivela, que para él era parte de sus propias manos, se había quedado sola en el taller, quieta y muda. Sin decir adiós al maestro, porque el maestro no le saludaba a él a ninguna hora, Pecado había salido y bajado a saltos por la Ribera de Curtidores.
Clementina estaba cada vez más impaciente, con unos deseos atroces de marcharse. Dejaba de hacerlo por el temor de que su padre la acompañase. El ministro se fué a los pocos minutos, repartiendo previamente otros cuantos apretones de manos con la misma distracción imponente, mirando, no a la persona a quien saludaba, sino al techo de la estancia.
La dama cruzaba como siempre con su pasito vivo y menudo, le saludaba cariñosamente primero, y desde la esquina volvía a hacerle el consabido adiós con la mano. Cada vez que salvaba la puerta, el corazón de Raimundo se encogía, se ponía de mal humor.
La veía muchas veces desde la huerta, en su gabinete, sentada, arrodillada, o de bruces al balcón mirando al cielo. Ella casi nunca reparaba en él; no era como antes que le saludaba siempre. Aquello de Ana también era una enfermedad, y grave, sólo que él no sabía clasificarla.
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