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Encamináronse á San Martín, llegaron, tomaron á la izquierda por la estrecha calleja del postigo, revolvieron á la derecha, y se entraron por unos tapiales derribados, en un ancho hundimiento. Treparon aquellos dos hombres sobre los escombros, y á poco les detuvo una voz que les dijo: ¿Quién va? El alférez Saltillo dijo uno de los que llegaban. ¿Viene con vos el difunto? dijo otro.

No por qué decís eso, amigo Velludo, si no es porque aquí hay un olor á muerto que vuelca. Yo creo que traéis ese olor metido en las narices, amigo Saltillo. Pronto hemos de ver si está ese olor aquí, ó si le traemos nosotros. ¿Está don Bernardino? Impaciente. Pues aún no han dado las doce. Es que el reloj de la honra adelanta siempre. Pues adelante. Adelante.

¿Con vinagre son los conejos? dijo un soldado , pues gracias á que nosotros somos gentes de buenas tragaderas, pero cuida que lo del vinagre no entre en parte con el vino. Tinto de Valdepeñas voy á traeros, que no lo bebe mejor ni aun tan bueno el papa. Tienes razón, porque el papa lo bebe de otra parte. Pero pasemos adelante. En una habitación del piso alto estaban el alférez Saltillo y Velludo.

Montiño y Saltillo se echaron á reir. ¿No decía yo que os íbais á divertir, alférez? dijo Montiño, parando un tajo de don Bernardino ; pues ya os habéis reído, y ahora veréis. ¿Qué hacéis ahí, don murciélago, puesto á la sombra? añadió, dirigiéndose al que el alférez había llamado Velludo. Y tras estas palabras le metió un cintarazo. Velludo dió un rugido, desnudó su espada, y se fué á Montiño.

Se ha quitado una mosca de encima dijo el alférez Saltillo... y de una manera brava... estos señores pueden testificar. Ha sido una bofetada digna de que la cante un Homero dijo un poeta. Eneas haciendo rodar á Aquiles añadió otro. Un lance por una... hermosa dijo otro. De cuyo lance resultarán estocadas. ¿Queréis hacerme un favor, señores? dijo Juan Montiño. Miraron todos con atención al joven.

Juan Montiño había dado aquella bofetada. Don Bernardino la había recibido. Juan Montiño era el que había arrojado. Don Bernardino el que había caído. Este era el estruendo que había distraído de su chismografía política al alférez de la guardia española Ginés Saltillo y á sus oyentes. Montiño se había vuelto con suma tranquilidad á su bastidor.

¡Cómo! ¡he reñido contra dos y llamáis esto inicuo! exclamó Juan Montiño ; ¡vos, que habéis tenido la cobardía de disparar contra un hombre con quien reñíais con ventaja! Mirad, don Bernardino dijo Saltillo ; os aconsejo que os vayáis de Madrid. ¡Me vengaré!...

¿De qué se trata? dijo un alférez de la guardia española que se había acercado al grupo. ¿De qué se ha de tratar, señor Ginés Saltillo, sino de un acontecimiento extraordinario? contestó un comediante. ¡De un escándalo! añadió un poeta. ¡De una enormidad! recargó un tercero. ¿Pero qué milagro, qué escándalo y qué enormidad son esas?

Nos fuimos casa del maestro Tirante, y este caballero ha tirado con él. Le ha plantado en un santiamén cinco botonazos y tres tajos; entonces me dijo el maestro Tirante: Aunque riña solo contra dos, dejadle, señor Saltillo, que no se le acercarán. Gracias á mi pobre tío dijo Juan Montiño.

Es mucha, mucha mujer esa dijo una voz junto á Juan Montiño , y no me extraña que la améis. Volvióse el joven, y vió junto á á Ginés Saltillo. ¿Quién os ha dicho que yo amo ó dejo de amar á esa señora? Y, sobre todo, ¿os importa á vos? dijo el joven, que estaba resuelto á sostener la cuerda tirante hasta que saltase. Tenéis una manera de contestar... dijo contrariado el alférez.