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Le había traído un paquete de rosquillas. ¿Y Juan Pablo? Al fin se arreglaría todo. Seguramente no iba a las islas Marianas, pero quizás le tendrían en el Saladero quince o veinte días. «Y merecido, hija. ¿Para qué se mete a buscarle el pelo al huevo?».

Existía allí un horno célebre, que asaba por Navidades más de cuatrocientos pavos de distintos calibres. Las empanadas de perdices y de liebres no tenía rival; sus pasteles eran celebérrimos, y nada igualaba á los lechoncillos asados que salían de aquel gran laboratorio. Al por menor se vendían en la tienda: rosquillas, bizcochos, galletas de Inglaterra y mantecadas de Astorga.

La generación que se presentó á sucederlos en el cargo que dejaban, considerando, á la primera ojeada, que celebrándose algunas romerías á mucha distancia de la población, era preciso, para volver con el crespúsculo á casa, suspender el baile apenas empezado, ó empezarle con los garbanzos aún entre los dientes; considerando además que para las señoras, rendidas de brincar, era demasiado largo y penoso y hasta peligroso, el camino por las callejas de San Juan y San Pedro, y considerando otras varias circunstancias no menos graves, y, por último, que la gente del buen tono nada tenía que ver con las rosquillas, cazuelas de guisado, perés y otros groseros excesos de las romerías.

Enrollada la saya en torno de la cintura, tocada la cabeza con un pañuelo de lana, cuyos flecos le formaban caprichosa aureola; asido el ramo de tejo, de cuyas ramas pendían rosquillas, estaba la peregrina que va a la romería famosa a que no se eximen de concurrir, según el dicho popular, ni los muertos; a su lado, con largo redingote negro, gruesa cadena de similor, barba corrida y hongo de anchas alas, el indiano, acompañábanle dos mozos de las Rías Saladas, luciendo su traje híbrido, pantalón azul con cuchillos castaños, chaleco de paño con enorme sacramento de bayeta en la espalda, faja morada, sombrero de paja con cinta de lana roja.

Y por todas partes flores, arbustos tiernos; en las estaciones acacias gigantescas que extienden sus ramas sobre la vía; los hombres con zaragüelles y pañuelo liado a la cabeza, resabio morisco; las mujeres frescas y graciosas, vestidas de indiana y peinadas con rosquillas de pelo sobre las sienes. «¿Y cuál es preguntó Jacinta deseosa de instruirse el árbol de las chufas?».

En Bargas les pregunto yo , ¿no hay más que ustedes que se dediquen a la venta en Madrid de las rosquillas? Y ellas me contestan que hay más; están la Daniela y la Plantá; pero estas dos negociantes no marchan a Madrid en ferrocarril: van por la carretera. Emplean en ir dos días y otros dos en volver. Llevan un borriquillo. Y, como es natural, han de hacer en Madrid gastos de alojamiento y pienso.

Maximiliano conocía muy poco a su tía materna. La había visto sólo dos o tres veces siendo muy niño, y no vivía en su imaginación sino por las rosquillas y el arrope que mandaba de regalo todos los años en vida de D. Nicolás Rubín. La noticia del fallecimiento de esta buena señora le afectó poco. «Todo sea por Dios» murmuró por decir algo.

Acompáñanle ciertos heraldos que se llaman las rosquillas de la tía Javiera, y á su paso, el suelo está empedrado de buñuelos. Blanquecinas hojas del árbol del Paraíso embalsaman la atmósfera en torno suyo. Todas las flores de la estación salen á relucir sus lindas personas en graciosos grupos que se llaman ramos.

Entonces se marcan las rosquillas, que se irán colocando en placas, que de antemano estarán untadas de manteca, cociéndolas luego a horno que esté fuerte. En un perol se hace un jarabe de 25 grados, que se trabajará con una espátula de madera hasta que empiece a empanizarse un poco.

¿Por qué no sigues cantando? Porque no tengo ganas. ¿Soy yo quien te las quito? Quizá. Hubo una pausa. Plutón dijo avanzando un paso hacia ella: Pues más que las rosquillas de Santa Clara bañadas de azúcar, más que el vino de Rueda y el aguardiente de sobre-mar me gusta oirte á ti... ¡Canta, Demetria! Te digo que no tengo gana... ¡No te acerques! Y retrocedió algunos pasos asustada.