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Actualizado: 14 de mayo de 2025
Muy moreno, con una barba castaña ligeramente rizada, parecía un poco azorado por la aparición del forastero; pero este movimiento de timidez no le quitaba nada de su natural prestancia. De pie junto a un sillón, con el sombrero en la mano, aguardaba seriamente que el recién llegado hubiese dejado de hablar para despedirse de la dueña de la casa.
Ni un vestigio, ni un despojo en la arena abandonada; la mar, entónces rizada, cuando el huracan la hinchó, el arrecife asaltando, bravía por él subiendo, cuanto al paso halló barriendo, sólo á Ayela respetó.
Ningún problema, por arduo que fuese, referente á los deberes del hombre consigo mismo y con los demás dejaba de tener solución adecuada en aquella linda cabeza rizada.
Arreglándose con los dedos la negra y rizada cabellera, abrió violentamente la puerta del despacho, para llegar por allí más pronto a la alcoba y quedóse parado en el dintel, tieso como un huso, cuadrado como un quinto y estupefacto cual si hubiese visto levantarse el sol en mitad de la noche.
Una barba rizada y desaliñada envolvía las mejillas bronceadas con sus vellos rudos y enredados, y adquiría en las extremidades de la boca un matiz más claro y caía sobre el pecho en dos puntas de un rubio apagado. Era Roberto Hellinger, el propietario de la granja de Gromowo, el prometido de Olga. De la felicidad que le había llegado la víspera, su frente no dejaba adivinar gran cosa.
Vete al momento á casa del señor Justo le dijo Longinos , y que envíe ropas de Cambray para un hidalgo y una gola rica rizada, que no haya más que ponérsela; luego pásate por casa del señor Diego Soto, y que envíe unas calzas de grana de lo más rico, pero al punto, al punto. El mancebo, con mandil y todo, se lanzó en la calle.
Sabía que San Agustín había sido un pagano libertino, a quien habían convertido voces del cielo por influencia de las lágrimas de su madre Santa Mónica. No sabía más. Dejó caer el plumero con que sacudía el polvo; y en pie, bañados por un rayo de sol su cabeza pequeña y rizada y el libro abierto, leyó las primeras páginas. Don Carlos no estaba en casa.
Sus azules ojos de vidrio brillaban inmóviles con más fulgor que la pupila humana. Sus cabellos, de suavísima lana rizada, podían compararse, con más razón que los de muchas damas, á los rayos del sol; y las fresas de Abril, las cerezas de Mayo y el coral de los hondos mares, parecían cosa fea en comparación de sus labios rojos.
Allí, los obscuros manojos de espinacas; las grandes coles, como rosas de blanca y rizada blonda encerradas en estuches de hojas; la escarola con tonos de marfil; los humildes nabos de color de tierra, erizados todavía de sutiles raíces semejantes a canas; los apios, cabelleras vegetales, guardando en sus frescas bucles el viento de los campos, y los rábanos, encendidos, destacándose como gotas de sangre sobre el mullido lecho de hortalizas.
El recuerdo de los pueblos que se habían unido alrededor de esas fuentes, y cuyos palacios y templos se habían reflejado temblando sobre la rizada superficie, se mezclaba para mí con el murmullo de la fuente saliendo fuera de su cárcel calcárea ó de lava.
Palabra del Dia
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