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Regocijado interiormente por el clarísimo son de las campanas, Francisco se representaba con mayor fuerza en su imaginación a la señora Liénard sentada bajo el emparrado, con su vivacidad de gestos y su prestancia, con su amable sonrisa, con sus relucientes y oscuros ojos y con su gracia un poco silvestre.

Cuando Apolonio progresaba hacia las candilejas, doblando a tiempo la espina, pero sin perder, no obstante, su maravillosa prestancia y pontificia dignidad, una voz emitió clamorosa solicitud: «¡Que nos enseñe el negro de la uña...!» Truculentos aplausos. La voz pertenecía a un estudiante de veterinaria; pero Apolonio, sonriendo por dentro con fruición, pensó: «Eres Belarmino, el reptil.

Y se imponían: don Fernando y doña Brianda por su prestancia, fray Anselmo por su austeridad, doña Inés por su belleza y Guy por su donaire. Naturalmente, en las sobremesas de la antecocina se explicó el caso de la manera más natural. Doña Inés era la prometida del amo; venía a casarse con él. Don Fernando y doña Brianda eran sus padres. Fray Anselmo bendeciría la boda.

Ya se mueven las filas torpemente, con bastoneo, carraspeos y arrastrar de pies. Belarmino va andando, como siempre: con la cabeza baja, sonriente y ensimismado en su mundo interior. Apolonio, como siempre, ya desde su juventud, anda híspido, enhiesto el cráneo, con lentitud y prestancia pontificales.

Se les parecía en la silueta, en el aire de prestancia, en el énfasis, en la cresta, pero no en los espolones; se les parecía por fuera. Por dentro, Apolonio, aunque daba albergue y acariciaba con la imaginación las pasiones más destructoras, era incapaz de matar un mosquito, como decía de él su hijo.

Muy moreno, con una barba castaña ligeramente rizada, parecía un poco azorado por la aparición del forastero; pero este movimiento de timidez no le quitaba nada de su natural prestancia. De pie junto a un sillón, con el sombrero en la mano, aguardaba seriamente que el recién llegado hubiese dejado de hablar para despedirse de la dueña de la casa.