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Aunque fuese alto y pequeñísima yo, solía acariciarme las mejillas su lindo bigote rubio y retorcido, y sentí algunas tentaciones de las que no hablaré por no escandalizar al prójimo. Embriagada por la alegría y las lisonjas que zumbaban a mi derredor, dije todas las tonterías inimaginables; pero conquisté a todos los hombres y desesperé a todas las muchachas.

El vaporcito, ancho y profundo, de robusta chimenea, navegaba, sin embargo, como un pedazo de corcho a merced de las olas, sacudido, retorcido, zarandeado por encontradas fuerzas. A veces desaparecía su luz, como si se la hubiesen tragado las aguas, y tras largo eclipse volvía a aparecer más allá, donde nadie esperaba verla.

Sin duda aquella música profunda y sabiamente bárbara no estaba sólo en relación con la arquitectura, no era sólo una fuerza motriz material, sino que era asimismo un pasmoso vehículo de la fuerza psíquica, trasmitiendo con el aliento vital por el retorcido tubo de bronce el deseo imperioso del espíritu.

Las montañas mostraban á lo lejos sus faldas de terciopelo verde. Por último abrió el álbum, y tomando el lápiz se puso á dibujar el tronco añoso y retorcido de un árbol cercano. Embebecida en su trabajo no escuchaba el crujir de la hierba que no muy lejos de allí estaban segando.

Había llovido hasta las tres de la tarde, y la tempestad se alejaba hacia el naciente, abriendo grandes claros de nácar etéreo. Caprichoso penacho de nubes doradas y purpúreas se alargaba por encima de la ciudad, conservando todavía el movimiento de la ráfaga que lo había retorcido. La áspera muralla reflejaba una amarillez alucinante, que parecía nacer de ella misma.

Porque, aunque parezca maravilloso, increíble, D. Laureano tenía cerca de sesenta años. Nadie le supondría más de cuarenta y cuatro o cuarenta y seis. Era un hombre alto, esbelto, de cabellos negros y rizados donde sólo se advertía tal cual hebra plateada, la tez fresca y sonrosada, el pequeño bigote retorcido hacia arriba, la dentadura perfectamente conservada.

Por ahora, lo que tienes es un miedo atroz a la fantasma de tu mujer. No es miedo; pero no quiero que pudiendo evitarlo nos den una desazón en tonto. ¿Y dónde me dejas el tratarnos a cuerpo de rey? Chica, ¡qué cuarto! Hay un sofá retorcido para sentarse dos y comerse a besos... Nada más que mirarlo da vergüenza. Lo que dará serán ganas de sentarse. Anda, paloma, ¿vendrás?

Oía los mugidos del río que pasaba a su izquierda; tocaba los jaramagos que brotaban entre las rendijas a su derecha, y sentía en el rostro el fango con que le salpicaban los caballos que le precedían, y el aire sutil y nauseabundo, como el de una caverna, que silbaba al pasar por aquel tubo retorcido y caprichoso.

Los cirios, en el altar mayor, comenzaron a arder, y a su luz resplandeció todo el retablo churrigueresco, dorado, retorcido, con sus columnas salomónicas y sus racimos de uvas. Arriba del crucero de la iglesia, colgaba el barco de vela y se balanceaba suavemente, como si fuera navegando hacia los esplendores de oro que brillaban en el altar mayor.

Su cuerpo había sido gallardo y conservaba aún restos de arrogancia; mas su rostro ofrecía perfecta semejanza con el de aquel enano de Felipe IV, titulado El Primo, que retrató Velázquez y copió Goya, grabándolo al aguafuerte: tenía la misma nariz colgante, los mismos ojos tristes, el mismo bigote retorcido, la misma frente extensa y pensadora, con la sola diferencia de que Villamelón partía por medio su ya escasa cabellera con una raya que, arrancando de la raíz del pelo, llegaba hasta el cogote, formándole sobre las orejas dos pequeños cuernecitos.