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Una mujer en quien antes no había reparado y que estaba ocupada en el fondo de la cocina se volvió bruscamente, y sólo por la visible emoción que demostró la dama adivinó el inspector general que tenía enfrente a Miguelina... Respiraba penosamente, bajaba los ojos, retorcía con gesto maquinal las puntas del pañuelo que tenía en la mano y acabó por saludar sin despegar los labios.

Con su padre se las arreglaba tal cual; pero en cuanto su madre intentaba tomarla en brazos, más bien por tema ya que por cariño, se retorcía como alimaña en cepo.

Menos el novelista, que guardaba huraña actitud, el curso íntegro, divertido por la situación, imitó en masa al payaso, convirtiéndose en un cortejo de plañideras. De cuando en cuando, alguno retorcía el pañuelo, como si estuviese empapado en lágrimas, para exprimirlo a la usanza de las lavanderas al tender la ropa al sol...

Como se atreviera a tocarla siquiera en un pelo, ¡rayo de Dios! le retorcía el pescuezo como a una gallina, la desollaba viva a correazos con el freno de su caballo. El rostro de aquel señor era tan espantoso al proferir tales amenazas, que la niña no dudó un instante de su cumplimiento.

Miré detrás de instintivamente. Una sombra negra, una especie de larva, quedaba tendida sobre el pavimento. Se retorcía con dolorosas contracciones, lo mismo que un reptil partido en dos. Salían gemidos é insultos de este paquete humano que intentaba elevarse sobre sus brazos, arrastrando las piernas rotas. ¡Brutos!... ¡Me han matado! Pero instantáneamente dejé de verle.

E Ivona retorcía sus brazos, como si ella hubiese experimentado aquellas atroces convulsiones. ¡Basta, basta! dijo Kernok, que sentía que su lengua se pegaba al paladar. Has herido a tu bienhechor y a tu amante; su sangre caerá sobre ti, ¡tu fin se aproxima! ¡Pen-Ouët! llamó en voz baja.

¡Por el alma de tu padre, sálvanos! ¡te daremos tanto oro que podrás llenar tu tartana! aullaron los contrabandistas. E imploraban con las manos juntas, mientras que tres de ellos se revolvían en las últimas convulsiones de la agonía. ¡Dios mío! ¡Dios mío! balbuceó el fraile. Y el desgraciado se retorcía los brazos y se revolcaba sobre la roca ensangrentada.

Presa de acerbo dolor sollozaba y me retorcía las manos murmurando: «Magdalena está perdida para y yo la amo...» Magdalena era cosa perdida para y yo la amaba. Una sacudida algo menos violenta quizás no me hubiese revelado más que a medias la extensión de aquella doble desventura, pero la presencia del señor De Nièvres hasta tal punto me impresionó, que de todo me di cuenta.

Movía las caderas, retorcía el busto, acompañaba con balanceos su monótona canturía oriental, sonreía lo mismo que una mujer de aduar que baila ante la tribu la «danza del vientre».

»Y el desolado padre, cuya agitación iba en aumento, se retorcía las manos con dolor, mientras yo le contemplaba mudo y aterrado.