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Actualizado: 7 de mayo de 2025


El aperador entró en la gañanía, y antes de llegar al montón de harapos de la enferma, oyó el ruido de su respiración, un soplido doloroso de fuelle descompuesto, que dilataba y contraía el mísero costillaje de su pecho.

Cuando se elevaba en torno de la mesa un ahogado rugido, la respiración de cien pechos descongestionados, los croupiers tardaban varios minutos en reanudar el juego, para pagar á los gananciosos y resolver cuestiones entre los que reclamaban la misma puesta.

¿Qué haces, Nela? dijo el muchacho después de una pausa, no sintiendo ni los pasos, ni la voz, ni la respiración de su compañera . ¿Qué haces? ¿Dónde estás? Aquí replicó la Nela, tocándole el hombro . Estaba mirando el mar. ¡Ah! ¿Está muy lejos? Allá se ve por los cerros de Ficóbriga. Grande, grandísimo, tan grande, que se estará mirando todo un día sin acabarlo de ver, ¿no es eso?

Es usted demasiado modesto... No es por adularle, pero tratándose de celo, yo creo que es usted tan celoso como el primero, ¿verdad, doña Serafina? Un gruñido de todo punto extraño se escapó en aquel momento de la garganta de Consejero, al cual siguió inmediatamente un violento golpe de tos que le dejó sin respiración por algunos segundos.

El movimiento de sus músculos se repetía a intervalos tan iguales, que sus pausas parecían ser una molestia casi tan grande como la detención de la respiración. Pero por la noche venían sus delicias; por la noche cerraba los postigos, trancaba las puertas y sacaba su oro.

A medida que avanzaba el tiempo, iban siendo más numerosas y frecuentes las voces iracundas que votaban y renegaban. No se sabía la garganta de donde salían; atravesaban el espacio a modo de murciélagos cegados por la luz deslumbrante. El olor de los perfumes y el vino se iba haciendo más fuerte e impedía la respiración, como si el aire que impregnaba huyese de las bocas, ávidamente abiertas.

Tembló de pies a cabeza y le faltó la respiración como si hubiese recibido un golpe formidable. Después, sacudiendo con fuerza la cabeza para arrojar la idea que acababa de producirle tan violenta emoción, prosiguió, vacilante, su marcha. «No, ello no era posible... Lo hubiera sabido... Miguelina, después de su separación, no le hubiera dejado ignorar una cosa semejante...»

El anciano, contra lo que todos creían, parecía estar en vías de salvarse, cuando una noche Silas, sentado a la cabecera del enfermo, notó que la respiración de éste, que era generalmente perceptible, había cesado. La vela estaba casi consumida; tuvo que incorporarse para ver claramente el rostro del diácono.

Se puso entonces a mirar el cielo, y después de una meditación extática dijo, más con el corazón que con los labios: ¡Y el cielo también es triste!... Ya de noche, Salvador, que era el pasajero de las contemplaciones doloridas, apoyado en la borda, escuchaba absorto la respiración sollozante del mar.

Estaba rojo, sus manos se crispaban coléricas, su respiración se convirtió en jadeo fragoroso.

Palabra del Dia

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