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Actualizado: 16 de junio de 2025
No hay nada imposible para los croupiers sostenían. Naturalmente, que ninguna persona razonable puede considerar en serio semejantes rumores. Lo indudable, sin embargo, es que el cielo se nublaba. Un descuido de la Naturaleza, un momento de debilidad, ¡qué sé yo! Entonces millares de personas, hábilmente diseminadas por los hoteles y cafés de San Sebastián, prorrumpían en gritos estentóreos.
La voz de los croupiers se elevaba sobre este silencio febril de colmena bullente como la del oficial que ordena una maniobra. «Hagan sus juegos...» «¿El juego está hecho?...» «No va más.» El silencio perdía su envoltura rumorosa; se iba adelgazando.
Cuando se elevaba en torno de la mesa un ahogado rugido, la respiración de cien pechos descongestionados, los croupiers tardaban varios minutos en reanudar el juego, para pagar á los gananciosos y resolver cuestiones entre los que reclamaban la misma puesta.
Delante, monsieur Blanc; luego, su Estado Mayor de consejeros, primeros accionistas, inspectores, y la corporación entera de los croupiers, todos vestidos de negro, con amplios chaqués de alpaca de corte fúnebre.
Miguel había asistido á esta lucha, irritante para él. Todas las tardes, al entrar en el Casino, se insultaba en su interior, como si cometiese un acto vil. ¿Por qué asistía á los hechos de esta loca?... Ella no parecía enterarse de su presencia: una mirada al principio, una sonrisa, y en las horas restantes sólo tenía ojos para el juego y para los croupiers.
Labrados en mármol, Berlioz y Massenet saludan vagamente con sus ojos sin pupila á las muchedumbres cosmopolitas que van llegando á la casa de juego. «Son croupiers honorarios», decía Castro.
Insultaba á los croupiers, invitándoles á salir á la plaza, mientras distendía sus bíceps de boxeador; era preciso llamar á uno de los altos directores para que le apaciguase con todas las reflexiones paternales que merece un cliente asiduo. Este hombre, que en su juventud no había creído en Dios ni en el diablo, vivía sometido á supersticiones que regocijaban á Castro.
Las piltrafas de su cerebro salpicaron la bayeta verde, las caras de los vecinos y hasta las levitas de los croupiers. ¡Siempre hay gentes de poco tacto, que no saben vivir en sociedad!... Pero los bomberos surgían de la pared, llevándose al muerto, limpiando de sangre la alfombra y la mesa, y poco después, del óvalo de gente apretujada contra el tablero verde surgía la voz sacramental: «Hagan sus juegos...» «¿El juego está hecho?...» «No va más.»
En una de sus evoluciones, la cabeza de la humana serpiente remontaba las gradas del Casino, La farándula quería meterse en el atrio, en las salas de juego, para arrastrar entre sus anillos al público, á los croupiers, á las mesas. Toda actividad interesada debía cesar en esta hora de generosa alegría. ¡Ay, los jugadores! ¡Qué enfermedad la del juego, marqués!
Palabra del Dia
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