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Actualizado: 24 de junio de 2025


Y de repente se echó a reír. ¡Por vida de! exclamó; no le hemos dado mal sofocón a Miguel el Negro. ¡Vamos, vamos! repetí. ¡Y no es malo tampoco el que le espera! añadió con aviesa sonrisa que acentuó las arrugas de su atezado rostro. Corriente, joven, volveremos a Estrelsau. El Rey estará otra vez mañana en su capital. ¿El Rey? ¡El Rey coronado hoy! ¿Está usted loco? exclamé.

»A mi vez me arrojé sobre la tumba, y repetí su plegaria, no con su voz grave y resignada, sino con el llanto y los sollozos de mi desesperación y mi dolor. »¡Oh, Antonia! ¡Qué alivio tan grande me proporcionó aquella explosión de mi pena!

Yo me hinqué también, y con la cabeza humillada, repetí en el fondo de mi corazón la plegaria de aquella noble mujer. Poco después volvíamos todos, conservando aún las hachas encendidas, y más corriendo que andando, hacia el crucero.

Como la excursión me resultó muy entretenida y también muy provechosa, porque me dio buen apetito y mejor sueño, al día siguiente la repetí, aunque por distinto lado de la montaña, pero sin extender mucho más que en la anterior el radio de mis valentías, porque el teatro de mis experiencias era vastísimo, y el aprendizaje muy duro de pelar.

¿Y no tiene la clave? sonrió el viejo marino, de rostro endurecido por las inclemencias del mar. ¡Ninguna... salvo que la clave esté oculta dentro de esa rima! exclamé, ocurriéndoseme, por primera vez, este extraño y rápido pensamiento. Y de nuevo repetí en alta voz la copla. Mi corazón dio un salto. ¿Sería posible que arreglando las cartas en el orden siguiente pudiera leerse el registro?

Pero no soltaré la cansada pluma sin recordar unos versos que el insigne poeta, mi amigo D. Adelardo López de Ayala, pone en boca de D. Rodrigo Calderón, y que repetí muchas veces al alejarme de Yuste: «¡Nunca el dueño del mundo Carlos quinto Hubiera reducido su persona De una celda al humilde apartamiento, Si no hubiera tenido una corona Que arrojar á las puertas del convento

»Se interrumpió ruborosa y ambos instintivamente cruzamos una mirada. Nuestro espíritu comenzaba a vislumbrar la verdad. Fijé mis ojos en los de Magdalena y repetí, como si a mismo me hiciese aquella pregunta: » Una amiga muy conocida y muy querida desde la niñez... » Un amigo cuyo corazón no tuviese secreto para ... dijo Magdalena. » Buena, cariñosa, inteligente.

Se las repetí textualmente, pues cada una de ellas se había grabado en mi alma, inolvidable: «Así, pues, en otros tiempos te sentías llena de valor, de grandeza de alma cuando hablabas por Marta, y ahora que se trata de ti...» »Y al gritarle esto la miraba de frente, tío.

Son tres contra uno. ¡Sálvate! Me precipité hacia Ruperto, empuñando la maza, y le vi inclinarse sobre su caballo. ¿Te han despachado también a ti, Crastein? gritó. No obtuvo respuesta. Di un salto y así las riendas del caballo. ¡Por fin! exclamé. Creía tenerlo seguro. Mis amigos le rodeaban y no parecía quedarle otro recurso que rendirse o morir. ¡Por fin! repetí.

, Gilberto, le amo balbució, bajando los ojos modestamente. Es al único hombre que he amado en toda mi vida. Entonces la estreché contra mi pecho, y en esos momentos de éxtasis le repetí a mi amada la vieja historia de amor tantas veces referida, y que todo hombre en el mundo repite a la elegida de su corazón, a la mujer ante quien se postra en adoración. ¿Y qué más necesito decir?

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