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Actualizado: 12 de junio de 2025
La noche era oscura, pero en el cielo relucían millares de estrellas y cantaban los ruiseñores en las alamedas próximas... Era la misma música que en otros tiempos acompañó sus dúos de amor con la señora Miguelina.
Sola en casa con su padre, apenas este salía, ella le imitaba por no quedarse metida entre cuatro paredes: vaya, y que no eran tan alegres para que nadie se embelesase mirándolas. La cocina, oscura y angosta, parecía una espelunca, y encima del fogón relucían siniestramente las últimas brasas de la moribunda hoguera.
No hallarás en la vida una mujer que te quiera tanto. Ni tan guapa apuntó Frasquito. Ni tan hacendosa y limpia manifestó Pepe de Chiclana. ¿Limpia? exclamó Paca. Como los chorros del oro. Daba gusto ver á esa mujer revolverse por casa. Las cosas que ella tocaba con las manos relucían como si les diesen cera. Yo no creo que este rompimiento sea para siempre articuló gravemente el señor Rafael.
Al salir, le palpitaba el corazón fuertemente, los ojos le relucían, las mejillas se coloreaban, los pies bailaban sobre la escalera con redoble firme y alegre. Es que el doctor Ibarra, el médico más afamado de la corte, un sabio respetado en toda Europa, un semidiós de la ciencia, le acababa de prometer la vida. ¡La vida! Al poner el pie en la calle, la encontró hermosa y amable como nunca.
Y luego una voz perturbada murmuró: ¿El señor Teodoro? ¿El señor Teodoro, del Ministerio de la Gobernación? Me levanté lentamente sobre mi cama, y, respondí bostezando: ¡Soy yo, caballero! El individuo inclinó el espinazo, como a presencia del Rey Bobo se arquean los cortesanos. Era pequeño y gordo: venerables lentes de oro relucían en su faz bonachona, que parecía la personificación del Orden.
En efecto, los filisteos la impresionaron agradablemente; pero Mutileder, su capitán, le pareció una divinidad y no un hombre cualquiera. Era Guadé tan hermosa como las noches serenas del estío; sus ojos brillaban como carbunclos, y en oposición a su rostro, algo tostado, relucían como perlas sus dientes blanquísimos. Sabía mucho. Era un Salomón con faldas.
Por las orillas de las acequias, entre la yerba menuda y las flores silvestres, relucían como diamantes o carbunclos los gusanillos de luz en multitud innumerable. No hay por allí luciérnagas aladas ni cocuyos, pero estos gusanillos de luz abundan y dan un resplandor bellísimo.
Los bar-rooms estaban llenos; no se oía más que la voz ronca y gutural de los negros de Jamaica, la eterna blasfemia del marinero inglés y el hablar soez de algunos gaditanos. Salían y en la primera mesa arrojaban una moneda, luego otra y, una vez exhaustos, la emprendían con el vecino, las navajas relucían y sólo con esfuerzo era posible separarlos.
Delante estaba una señora tan alta como yo, seria, con el pelo casi blanco. Llevaba pendientes que relucían como si tuviesen fuego dentro y en las muñecas unos anillos grandes con piedras verdes que relucían también... Cuando mi madre me dijo: Demetria, esta señora es tu madre; yo no lo soy pensé que me venía el techo encima. Quedé sin gota de sangre.
Sobre la pulidez y el aseo del peinado, y como matorral a pie de enhiesta torre, relucían, junto a las peinetas de carey, las moñas de jazmines, la albahaca y otras hierbas de olor, y las rosas y los claveles rojos, amarillos, blancos y disciplinados.
Palabra del Dia
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