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Actualizado: 17 de mayo de 2025


Con la tranquilidad que comunica la pureza de la intención, fué recogiendo toda la moneda depositada en el fondo del bote. La contó: ocho pesos y cuarenta centavos. Luego buscó en su cinto un lápiz corto y romo, arrancando también un pedazo de papel de un diario viejo de Salta. La redacción del documento fué empresa larga y difícil.

Condensa en 24 páginas un capítulo que modestamente Titula: «La Inteligencia», y en el cual, protestando que no es tal su intención, el autor trata de perfilar a los primeros literatos colombianos contemporáneos, en párrafos de redacción suelta, a la diable, para usar su propia expresión.

Tuvo miedo de vivir en aquella casa sin Feli. Sentía el terror de los que pierden a un ser querido y no osan penetrar en la mortuoria habitación. ¿Qué iba a hacer solo en aquel extremo olvidado de Madrid, entre las gitanas que le recordarían a la amante?... Necesitaba ver gente nueva, aturdirse, olvidar su tristeza. Aquella noche volvió a la redacción, después de una ausencia de tantos meses.

A los veintidós años entró, como crítico de artes, en la redacción de El Orden, desde cuyas columnas defendió los atrevimientos revolucionarios de Rodin, Pissaro, Claudio Monet, etc.; pero la novedad de sus opiniones y las violencias de su estilo, le dejaban cesante poco después.

A la cólera sucedió el desaliento. ¿Qué iba a hacer? ¿adónde ir?... Sentíase más infeliz, más débil que meses antes, cuando vagaba sin hogar, pasando las noches en una redacción. Ya no tenía como recurso aquel camastro de la calle de los Artistas. Además, carecía del valor que da el ser solo para hacer frente a la miseria.

Pensó un momento en hacer un esfuerzo de voluntad y entrar en la redacción de un periódico... La empresa no era fácil: todos los puestos estaban ocupados, y él apenas si servía para esta labor. La fama del Homero indolente se había esparcido por todas las redacciones.

Aprovechaba la luz de la redacción, el papel y la tinta, en las horas en que el local estaba desierto, para traducir libros cuyo destino desconocía. Proporcionábanle este trabajo ciertos amigos que, a su vez, habían recibido el encargo de los traductores que firmaban la obra.

Verdad es que el afán, que empezaba a comerle, de echar su cuarto a espadas, le hacía ver las cosas más a su alcance de lo que en rigor estaban. Desde luego era para él evidente, y en esto no se equivocaba, que la redacción del Diario de Sesiones se encargaba de convertir en un discurso perfecto la más completa sarta de desatinos.

Esta persona era Luis Morote, diputado a Cortes y periodista famoso por la longitud de sus artículos. Luis Morote había estado en Rusia; pero, sin embargo, no recibía directamente sus envíos. Los rusos se los mandaba Fabra Ribas, ya un poco adulterados, desde la redacción de L'Humanité, de París, adonde iban todos antes de venir a España.

Confiesa él mismo que improvisó la redacción, y que durante los meses de mayo y junio fué publicando sus entregas El Progreso, a medida que Sarmiento las escribía. El fondo del relato biográfico lo constituían sus propios recuerdos y el testimonio de la tradición oral, recogida en cartas y conversaciones de los proscriptos más ancianos.

Palabra del Dia

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