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Actualizado: 9 de septiembre de 2025


De nada de esto se habrán olvidado, porque el Muelle de las Naos, efecto de su libérrimo gobierno, ha sido siempre, para los hijos de Santander, el teatro de sus proezas infantiles. Allí se corría la cátedra; allí se verificaban nuestros desafíos á trompada suelta; allí nos familiarizábamos con los peligros de la mar; allí se desgarraban nuestros vestidos; allí quedaba nuestra roñosa moneda, después de jugarla al palmo ó á la rayuela; allí, en una palabra, nos entregábamos de lleno á las exigencias de la edad, pues el bastón del polizonte nunca pasó de la esquina de la Pescadería; y no , en verdad, si porque los vigilantes juzgaban el territorio hecho una balsa de aceite, ó porque, á fuer de prudentes, huían de él. Esta razón es la más probable; y no porque nosotros fuéramos tan bravos que osáramos prender á la justicia: es que sobre ésta y sobre nosotros mismos, medio aclimatados ya á aquella temperatura, estaba el verdadero señor del territorio haciendo siempre de las suyas; el que intervenía en todos nuestros juegos como socio industrial; el que pagaba, si perdía, con el crédito que nadie le prestaba, pero que, por de pronto, ganaba cuanto jugábamos; el que con sólo un silbido hacía surgir detrás de cada montón de escombros media docena de los suyos, dispuestos á emprenderla con el mismo Goliat; el que era tan indispensable al Muelle de las Naos como las ranas á los pantanos, como á las ruinas las lagartijas; EL RAQUERO, en fin.

Después de prometer á Cafetera la compra como éste decía, del estrumento, mandóle que le siguiera para entregarle el dinero, lo cual hizo al punto lleno de júbilo el incauto raquero, sin sospechar lo que le había de suceder, cosa que le hubiera sido muy fácil al ser tan diestro conocedor de los atributos de un comisario de policía como de la verdasca de un cabo de mar.

Alguna vez, entre otras, hacía sus correrías hasta el interior del pueblo, porque al raquero también le gusta el contacto de la civilización, por si algo se le pega; pero como ésta suele andar muy precavida, y, por otra parte, sus raqueables materias no son del mayor aprecio en la oficina del comprador de hierro viejo, Cafetera frecuentaba poco este trato, y casi siempre tenía que huir de él á uña de ... raquero, acosado por las estantiguas del municipio.

Así es que tomó la moneda, enseñó la lengua al de las gafas ... y, á ser tan buen negociante como raquero, hubiera podido comprender, á la sola consideración del contrato que acababa de hacer, que, sabiendo comprar, hasta la estopa, bien exprimida, arroja productos de oro.

Yo soy de la opinión del raquero: su destino, como escobón de barrendero, es apropiarse cuanto no tenga dueño conocido: si alguna vez se extralimita hasta lo dudoso, ó se apropia lo del vecino, razones habrá que le disculpen; y sobre todo, una golondrina no hace verano. El raquero de pura raza nace, precisamente, en la calle Alta ó en la de la Mar.

Para , Pereda es, antes que toda otra cosa, el compañero y el amigo de mi infancia, el Pereda de las Escenas, el que en 1864 imprimía en La Abeja Montañesa los diálogos del Raquero, el Pereda sin transcendentalismos, ni filosofías, ni políticas; pintor insuperable de las tejidas nieblas de nuestras costas; de la tormenta que se rompe en las hoces; del alborozo de los prados después de la lluvia; de la vuelta de las cabañas desde los puertos; de la triste partida del mozo que va a Indias; de la entrada triunfal y ostentosa del jándalo; de la alegría del hogar en Nochebuena, amenizada por el estudiante de Corbán; de los supersticiosos terrores que vagan en torno de la pobre Rámila, y la traen a miserable muerte; de la salvaje independencia de los antiguos pobladores de la calle Alta y del Muelle de las Naos, últimos degenerados retoños de los que en la Edad Media daban caza a los balleneros ingleses en los mares del Norte, y ajustaban tratados de paz y de comercio con sus reyes; y finalmente, de la casa solariega próxima a desplomarse, y apuntalada, si acaso, por los dineros del indiano; y del concejo de la aldea, donde a duras penas vegeta algún rastro de las antiguas costumbres municipales.

Pensando estaba en lo que haría con el hallazgo, cuando topó con la misma gente que poco antes le había zurrado la badana: no hay necesidad de decir que el novel raquero, á la vista del enemigo, se preparó á virar en redondo; pero no le sirvió la maniobra.

Y diciendo y haciendo, tragó dos chupadas de su colilla, arrojando después el humo por boca y narices con la abundancia y facilidad de una chimenea de vapor. El señor desconocido le miraba cada vez con mayor curiosidad. Y ¿á qué te dedicas ? Á cuidar el bote del tío Bandiate. ¿Y nada más? También soy raquero. ¡Hola, hola! ¿Y qué tal el oficio?

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