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Actualizado: 6 de mayo de 2025
Pues bien la repliqué, yo desapareceré: partiré hoy mismo, dentro de un momento y nunca volverás a verme. ¿Quieres morir, sin embargo? Sí me dijo. Tuve miedo de comprender, pero, no obstante, la pregunté: ¿Por qué? Sus palabras, nada me dijeron que yo no supiera ya. Porque si vivo seré suya. ¡Suya, de usted, de otro!... Una llamarada me subió a los ojos y a la frente.
Por eso advertí lo que ocurría. Al poco rato, tu padre, sin saber que Leocadia se resistía a que yo la llevara lo que faltaba de Nuestra Señora, me dijo delante de tu hermana que no tenía trabajo, y ella se marchó del comedor en seguida. Cuando nos despedimos en el pasillo la pregunté a qué obedecía aquello y respondió con evasivas.
Si le hablé tan duramente dijo el conde sin levantar la vista, con acento de mal humor, fue porque estaba presente aquel señor tan empachoso. El pobrecito no dijo una palabra. Se estuvo lo mismito que un muerto. ¡Tendría que ver que dijese algo! replicó el conde con arrogancia. ¿Quién era ese señor? le pregunté por lo bajo a Isabel.
«¿Volverá? me pregunté, aplicando el oído al ojo de la cerradura. Seguramente no puede dormir.» Y me estremecí de gozo al oír que el ruido se acercaba de nuevo. Pero por mi cabeza pasó este pensamiento: «¿Qué te importa que vuelva o no? ¿Acaso es por él por quien estás aquí? ¿No tienes allí, delante, a tu felicidad, tu vida, todo lo que amas?»
¡Cállese usted! gritó, dirigiéndose a Pustochkina, el presidente . ¡No tiene usted derecho a hablar mientras no se le pregunte! Y viendo que otro miembro del Jurado se levantaba, preguntó: ¿Usted también quiere hacer una pregunta?
Sentábanse a una mesa hasta cinco caballeros. Yo miré lo primero por los gatos, y como no los vi, pregunté que cómo no los había a un criado antiguo, el cual, de flaco, estaba ya con la marca del pupilaje. Comenzó a enternecerse, y dijo: ¿Cómo gatos? Pues ¿quién os ha dicho a vos que los gatos son amigos de ayunos y penitencias?
Cuando entré en la casa de vecindad, al primero a quien pregunté me indicó la puerta del aposento del exclaustrado. Al asomar a ella, di un paso atrás. Le había sorprendido... mondando patatas. Pero ya era tarde.
Pero en realidad tú no puedes comprender eso. ¿Quién sabe? repliqué en mi inocencia. Mucho he leído ya sobre eso. En resumen prosiguió él, yo era entonces más o menos tan ingenuo como tú ahora. Y hoy, ¿sabes? hoy, si hablo, la menor palabra me vincula a ella, con cadena indisoluble, y para siempre. ¿Entonces, no quieres vincularte? le pregunté con sorpresa.
Estrechó entre sus dos manos la mía, y sin disimular su impaciencia, me dijo: ¿Dónde está? Le señalé la alcoba, y los dejé en libertad de hablar. La conferencia fue larga, al fin el padre Ambrosio salió profundamente conmovido y me llegó la vez de demostrar mi impaciencia. ¿Acepta? le pregunté.
¿Le causa a usted pena lo que le digo? pregunté por fin. La muchacha hizo un gesto de incertidumbre y murmuró en voz baja y quebrantada que era mucho su dolor para que nada le produjera placer ni pena. Pero... su padre de usted... ¿No está usted contenta porque va a su lado? Elena tardó en responder: No lo conozco... y él no me quiere. ¿Quién le ha dicho a usted eso? exclamé vivamente.
Palabra del Dia
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