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Aquel día estaba más triste que nunca. Era de tarde: pasé por una plazuela irregular y solitaria, de esas que son la desesperación de los arquitectos modernos: a un lado muros de ladrillo, en los cuales, por la disposición de este material, se ha querido imitar una decoración greco-romana, con jambas, dentículas, capiteles, metopas y triglifos; a otro una pared sin puertas ni ventanas; luego un descomunal portalón, una esquina cargada de escudos, un farol, un santo, torres medio caídas y machones que se van a caer, una plazuela, en fin, de esas que nos salen al paso cuando visitamos cualquier vieja metrópoli, tal como Toledo, Granada, Valladolid, León, etc.

Qué forma tenían el timón y su caña; si ésta se manejaba directamente á mano ó por medio de guardines y cómo laboreaban éstos. Si llevaba beques, de qué forma eran éstos y cómo iban instalados. De qué medios de achique disponían para el caso de una vía de agua. Si llevaba portalón en la amurada y escala ó tojinos para subir á la cubierta alta.

Un portalón ancho, pero no muy alto, la daba entrada; y esta puerta, cuyo dintel consistía en una inmensa viga horizontal, algo encorvada por el peso de los pisos principales, era la entrada de un largo y obscuro callejón que daba al destartalado patio. Este patio estaba rodeado por pesados corredores de madera, en los cuales se veían algunas puertas numeradas.

Muchas veces, Jaime, siendo niño, se había asomado para contemplarse allá abajo, en la pupila circular y luminosa de sus aguas dormidas. La calle estaba solitaria. Al final de ella, junto, a las tapias del jardín de los Febrer, veíase la muralla de la ciudad, y abierto en esta muralla un portalón con barrotes de madera en su arco, iguales a los dientes de una boca enorme de pescado.

La extensión de su guinda, eslora y puntal era proporcionada, no así su manga que era mucha, lo que nos hizo presagiar que sus balances habían de ser muy sensibles. La María Rosario estaba lista para darse á la vela con rumbo á las islas Marianas. A las ocho de la mañana pisamos la meseta del portalón de babor, recibiéndonos los ladridos del perro más gordo que jamás hemos visto.

A las justas observaciones del capitán explicándole lo imposible de realizar su petición por no tener pasaporte ni haber llenado ninguno de los requisitos de embarque, la india rompió á llorar; volvió á suplicar, y no pudiendo conseguir nada, secó sus lágrimas, y dirigiéndose silenciosamente al portalón tiró á la mar los doscientos pesos. ¡Pobre Titay! oímos decir á un artillero que veía alejarse la barquilla en que iba la india. ¿Quién es Titay? preguntamos nosotros.

Chisco, Pito Salces y yo, armados hasta los dientes y bien apercibidos, en acecho y sin respirar, en las tinieblas del portalón; uno de nosotros abriendo la puerta con las precauciones convenidas en cuanto se dejara oír afuera el silbido del baratijero, y luego los tres, según iban entrando los bandidos... ¡fuego a quemarropa sobre ellos!

Al mirar desde la cubierta la profundidad de sus bodegas, invadidas por el agua, se veía el portalón abierto en su flanco como la entrada de una caverna luminosa. Ferragut, mientras descargaban su buque bajo la vigilancia de Tòni, pasó los días en tierra, visitando la ciudad.

Cuando entraron en la plazuela donde vivían, la vista de su casa, que con el portalón entornado, los balcones cerrados y la fachada obscurecida por la última luz de la tarde tenía cierto aspecto fúnebre, hizo revivir en la memoria de las tres el recuerdo del caballo. ¡Dios mío! ¿Cómo estará el pobre Brillante?