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Actualizado: 4 de junio de 2025


Sin faltar descaradamente a la verdad, no hubiera podido tener mi cuento fin menos lamentable y menos vago, a no ser por un dichoso encuentro casual que tuve en Nueva York diez o doce años después de la desaparición de Poldy.

Ellos no se atrevían a interrogar a Poldy. Encerrada en su estancia, no iba ya a pasear por el bosque. Apenas se dejaba ver y tratar por las personas que en el castillo moraban.

Eran sus síntomas el desdén y el hastío de cuanto le rodeaba, y la vaga aspiración a un bien remoto, confusamente trazado y medio desvanecido entre las nieblas y vapores de mil ensueños. Poldy desechaba por vulgar y necia la creencia de su hermano, de que un erudito alemán hubiese compuesto los versos sanscritos para entretenerse o para mostrar su pericia.

Cualquier sujeto, el más plebeyo de los mortales, podía comprar por un florín el retrato de Poldy, expuesto en los escaparates de muchas tiendas de Viena, entre las bellezas de la corte y del teatro, entre princesas, actrices y bailarinas.

La misma cigüeña dejaba ver que nunca había conocido a Poldy, pues aunque no atinaba a expresarse en ningún idioma humano sino sólo con los resonantes castañetazos de su pico, la lentitud de su marcha, sus paradas frecuentes y cada una de las miradas que sus pardos ojos dirigían a Poldy parecían significar interrogación y súplica, como si dijesen: graciosa Condesa, ¿me permite V. E. que me aproxime y la trate?

No bien el conde Enrique hubo pronunciado aquella palabra, que sonó como la trompeta del juicio en las encendidas orejas de Poldy, criada y educada, por su madre y por su tía, desde la tierna infancia en el más feroz antisemitismo, cuando Poldy empezó a temblar como una azogada y tuvo un violento ataque de risa nerviosa.

Y por otra parte, ¿qué había de hacer él cuando ella había enmudecido, trémula y palpitante, y no respondía a sus palabras? Si el indio no hubiera hecho lo que hizo, o hubiera sido un ente sobrehumano de los que no se estilan, o un mozalvete ruin, desmedrado y muy para poco. Así pensó Poldy. Yo no digo si pensó bien o si pensó mal.

¿Qué había de contestar Poldy, muda de asombro, radiante de alegría, y con el amor y el pudor luchando en su alma? Hizo, no obstante un esfuerzo y se puso de pie, aunque turbada y vacilante. Entonces él se levantó también y la estrechó irresistible y cariñosamente entre sus brazos. Luego, juntó su rostro al de ella y cubrió de besos su frente, sus mejillas y su fresca boca.

Cuando la condesa Poldy daba estos paseos meditabundos, cuando salía, como solía ella decir, a caza de impresiones poéticas, no gustaba de que nadie la acompañase; siempre iba sola. En un hermoso día de los últimos del mes de Mayo, la condesa Poldy se hallaba sola, en lo más intrincado del bosque, entre diez y once de la mañana.

De todos modos, una vez abierta la carta, Poldy no pudo resistir a la curiosidad y al interés que le inspiraba lo que en ella estaba escrito. Leyó pues, y vio que decía: «El enojado, el quejoso, debía ser yo y no , hermosa Poldy: pero el amor que me inspiras es tan alto que no se le sobreponen los enojos y es tan firme que no hay queja que le hunda ni acabe.

Palabra del Dia

consolándole

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