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Actualizado: 20 de junio de 2025


Por la noche escondía la cabeza bajo las almohadas y las sábanas, de tal manera que se ahogaba; pero no se atrevía a sacarla, aunque la habitación estaba bien alumbrada y frente a la cama dormía una enfermera, a quien el doctor, en vista del estado inquietante de Petrov, había encargado de vigilarle toda la noche.

Luego, dirigiéndose al enfermero y a los guardas, les dijo severamente: ¿Han oído ustedes? ¡Cierren en seguida las puertas! Y añadió riendo: De lo contrario, yo y el doctor nos iremos inmediatamente a pasar el rato al Babilonia. Cuando se logró que Petrov se retirase a su aposento y se acostase, el doctor subió a sus habitaciones.

Podían también penetrar en su alma; con frecuencia, por la mañana, trataban de impulsarle al suicidio y le daban consejos sobre el mejor modo de realizarlo; una vez le habían aconsejado que rompiese un cristal de la ventana y con uno de los pedazos se cortase la arteria del brazo izquierdo por encima del codo. El doctor Chevirev no ignoraba que Petrov era perseguido por numerosos enemigos.

En aquel momento se levantó del canapé la madre de Petrov, envuelta en un chal negro. Su cabecita cana temblaba; su rostro era tan pulcro en su senilidad como si se lavase diez veces al día cada arruguita. Llevaba largo rato en el canapé, sin dormir, sumida en sus tristes pensamientos.

Habían sobornado a los hermanos de Petrov y a su anciana madre, que todos los días le echaba veneno en la comida, por lo que él no se atrevía a comer y estuvo a punto de morirse de hambre. , eran poderosísimos sus enemigos, podían filtrarse al través de las piedras, de las paredes y de los árboles.

Sacudía el cinc del tejado y parecía atacar furiosamente a toda la clínica. Aquella noche Petrov se murió de terror. Se transportó al muerto a una vasta habitación fría, que existe en todos los hospitales, destinada a tal fin; se le lavó y se le vistió con una levita negra, que se le abrochó sobre el pecho. Al día siguiente llegaron la madre de Petrov y su hermano mayor, un escritor muy conocido.

Era muy probable que el doctor fuese también cómplice de su madre y que sólo esperase el momento favorable para perderle. El domingo anterior Petrov había visto con sus propios ojos a su madre, que, escondida detrás de un árbol, miraba fijamente a su ventana; cuando le oyó gritar, se marchó corriendo. Era un hecho real, y, no obstante, el doctor afirmaba que no había nadie en el jardín.

En primavera y verano trabajaban en la huerta, cultivaban flores y parecían hombres llenos de salud, normales. En todas estas ocupaciones, Pomerantzev era siempre el primero. Sólo tres de los enfermos no tomaban parte en los trabajos ni en los juegos: Petrov, el de la larga barba; el enfermo que llamaba día y noche a las puertas, y una doncella cuarentona, de nombre Anfisa Andreievna.

El doctor y Petrov callaban; Pomerantzev se divertía en hundir los pies entre las hojas secas, y miraba a cada instante atrás, para ver si quedaban huellas. Charlaba acerca del otoño en Crimea, aunque él no había estado allí nunca; acerca de la caza, que no conocía, y acerca de otras muchas cosas incoherentes, pero divertidas y no desprovistas de interés. ¡Sentémonos! propuso el doctor.

Pero yo he acabado por vencerle. ¡Se ha llevado lo suyo!... Me han amenazado cuando huían con volver esta noche. Si oye usted ruido, no se asuste; pero venga y verá. ¡Es interesante; se lo aseguro! Y seguía durante largo rato, con gran copia de curiosos detalles, hablando del combate nocturno. Pero, de todos los enfermos, el que peor estaba era Petrov.

Palabra del Dia

rigoleto

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